¡Me voy a la calle!

Para los más jóvenes, posiblemente las palabras del título no les digan mucho. Seguramente para ellos, solo signifiquen la constatación de una acción.
Sin embargo, para muchos que tenemos ya una cierta edad, estas palabras tienen algo oculto. Van más allá de lo que obviamente nos están diciendo.
Encierran la posibilidad de una aventura, de un juego nuevo, de conocer al que se acaba de mudar al barrio, de ver a la persona que te hace tilín o de una escapada a la búsqueda de unas manzanas que robar de un huerto. Del correr delante de un guarda de campo que te pilla con ellas y el miedo al posible perdigonazo de sal en el trasero.

Toco marro y salgo, tres navíos en el mar, policías y ladrones, la pelota, el hinque o las chapas. Los botes de carburo volando hacia el cielo y las famosas peleas entre barrios por una ofensa difusa. Los saltos de valla en el seminario para bañarte en su piscina en verano, a sabiendas de que te podían pillar. La caza, a finales de verano, de jilgueros con liga.

¡Me voy a la calle! Era ese grito, casi con rabia, que después de salir del colegio, dejar la cartera en casa y coger la merienda, dabas al marcharte corriendo.
Y para merendar, pan con aceite y azúcar, chocolate (Louit), chorizo, salchichón o con suerte fuagrás.

Nunca sabías que te iba a deparar el día, sobre todo en verano, que hacía buen tiempo y más horas de luz. Eso te permitía ir a por carpas al Ebro, ranas al manantial de Puente Madre y poner trampas, con aludas, para coger pajarillos. Fritos estaban deliciosos.
Había más, muchas más cosas, guerras a pedradas, gordos y flacos, tontos y listos. Había decepciones, penas y tristezas, celos y envidias.
Existía camaradería y compañerismo. Se lloraban las penas y se compartían las tristezas y alegrías. Te peleabas con los amigos y al momento estabas jugando con ellos.

También, de vez en cuando, había un paso obligado por el hospital, por una pedrada en la cabeza, o por una caída con los carricoches de rodamientos. Bueno, unos puntos y a otra cosa mariposa.
Mi madre nunca tuvo que ir a disculparse, ni con ella se disculparon. Todo era cosa de niños y entre nosotros nos arreglábamos.
Sabíamos bailar con la más fea, cuando nos tocaba.