Marta y Carlos
Era un domingo de junio, un día preciso. Tras tomar el sol en el jardín, Carlos llenó la bañera, echó sales, encendió unas velas y con todo el cariño, del que fue capaz, bañó a Marta. Le lavó el pelo, le cortó bien las uñas de los pies y las manos. Le dio crema por todo el cuerpo, le puso una bonita ropa interior y un pijama, que a ella le encantaba.
Mientras cenaban, estuvieron recordando, con cariño, el viaje que hicieron a la India.
Después, Carlos, la acostó. Por la ventana abierta, que daba al jardín, entraba la luz de la luna en la habitación. Tras tomar una infusión, se recostó en la cama junto a ella y le dio un beso. Poco a poco los sonidos de la noche lo invadieron todo. Mientras sonaba un bello adagio de Albinoni, se fueron durmiendo lentamente, agarrados de la mano.
Como todas las mañanas, Lucía fue a trabajar a casa de Marta y Carlos. Hacía un poco de todo, limpiaba la casa, lavaba la ropa, planchaba…
Llevaba trabajando allí muchos años, desde antes de que Marta enfermara. Los últimos habían sido un calvario para el matrimonio.
Al entrar, se fue como todos los días a la cocina. En la encimera vio dos sobres, uno a su nombre. Leyó la nota que había dentro.
«Hola Lucía, lo primero pedirte disculpas por hacerte pasar por esto. Hemos hecho, por fin, lo que tanto tiempo llevábamos pensando hacer.
Marta y yo decidimos que anoche, era un buen momento para irnos.
Si eres tan amable llama a la policía y no pases a nuestra habitación. Cuando vengan les das el sobre cerrado, que te he dejado junto al tuyo, y que ellos se ocupen.
Gracias, por lo buena persona que has sido con nosotros, a lo largo de estos años. Te llevamos en nuestro corazón.
Marta y Carlos.»
Los primeros años de la enfermedad de Marta, la ilusión, la esperanza y algunos fármacos experimentales, habían conseguido darles una cierta confianza, en que algo se podía hacer.
Luego, cuando nada funcionó, la resignación terminó por apoderarse de ellos.
Marta era una pintora, alegre, vital, llena de ganas de ver, conocer…
Se comía el mundo a, grandes bocados, y se lo bebía, a grandes sorbos.
Carlos, por contra, era un tipo tranquilo. Le gustaba leer y adoraba su trabajo de bibliotecario. Muchas de las cosas que hacía, eran más por complacerla, que por él. La adoraba. Cuando ella sonreía, él se llenaba de vida. Era como si un sol lo saturara de calor y lo recargara.
Desde que se conocieron, en un concierto de Joaquín Sabina, no se habían separado nunca. Fue amor a primera vista.
Dos años más tarde se casaron. No tuvieron hijos. Sí hubo perros, varios a lo largo de los años. Todos se llamaron Lucas y Petra.
Fueron buenos años. Fueron años felices, luego vinieron los malos.
Poco a poco Marta fue perdiendo movilidad, y aunque las ganas y el ánimo eran altos, las fuerzas no.
Primero fue la silla de ruedas, luego ya ni eso. Los últimos tiempos los pasaron casi recluidos, tanto por la enfermedad de ella, como por los achaques prematuros de él.
La vida era la sencillez máxima. Se levantaban y después de desayunar, si hacía bueno, salían al pequeño jardín y Carlos le leía algún libro o escuchaban música.
La comida, la siesta, luego el baño, que cada día era más complicado, y después de cenar un poco de lectura y a la cama.
—Carlos, yo no quiero seguir así. La vida me resulta cada día más difícil de soportar. Quiero morirme.
Esta conversación ya era recurrente y a Carlos, que no tenía el empuje de Marta, le resultaba duro hablar de ello. De hecho, intentaba no hacerlo. Sabía, no obstante, que algún día Marta le exigiría que hiciera lo que le pedía.
Hoy era el día.
Esta entada se vuelve a subir por cambio en el programa web. Su primera edición fue: 31 de marzo de 2023