¿Podemos seguir así?
Acabo de salir de la ducha. Tengo el tiempo justo para llegar a la primera reunión del día. Al pasar por el espejo del vestidor, me doy cuenta de lo apretado que me queda mi Armani. Reviso los relojes, cojo uno de los Hamilton. «Cuando pasen estos días, debo de volver al gimnasio. Tengo que quitar esta barriga». Mientras lo pienso, meto la tripa hacia adentro. «Sí, así estoy mejor».
Cruzo la calle. Paso por debajo del preciso arce que hay a la entrada del parque. Noto como un pinchazo en el pecho…
Un fuerte movimiento me despierta. Me muevo un poco y abro los ojos. Otro movimiento y me encuentro en el suelo, todo húmedo, pegajoso, frío. El olor hace que mi estómago se resienta y tenga dos arcadas, de las de echar todo fuera. Unas manos me cogen, me ayudan a levantarme y a sentarme en la litera.
—Yanqui —me dice la persona que me ha ayudado— prepárate, nos toca dentro de diez minutos. Date prisa, ayer no sé qué te pasó. Hoy el capataz te tira por la borda si no cumples. Te libró la casualidad, no se creyó que te dolía el pecho, pero lo dejó correr. En los dos años que llevamos juntos, después de que nos compraran, le he visto tirar a muchos por la borda.
Mientras me dice esto, veo que se está poniendo un buzo, una chaqueta y unas botas de goma.
No tengo muy claro de que me está hablando. Estoy algo confuso. Recuerdo las interminables jornadas de pesca, la humedad, el olor. El dolor de las manos de tanto preparar pescado, en las salas de despiece. Al filipino que se cortó la mano y se desangró, sin que nadie hiciera nada. La comida asquerosa del italiano, que ni él era capaz de tragársela. Me vienen a la cabeza, borrosas imágenes de estar jugando en un burdel.
La bocina de cambio de turno, junto con las luces rotativas, indican que debemos subir a cubierta.
Me visto con la ropa que tengo tirada en mi litera. Al agacharme, para ponerme las botas, un recuerdo surge en mi mente. Estoy en un restaurante, que me resulta familiar. Agradable, limpio, parece ser que me conocen. No sé quién va conmigo, pero nos estamos riendo.
Mi compañero, agarrándome de la manga, me saca fuera de la celda.
—Céntrate en el trabajo —me dice— hoy nos toca recoger redes, ya sabes, es peligroso. No se vuelve a por nadie que caiga por la borda.
Sigo a mi compañero. Nos ponemos unos chaquetones con capucha y salimos a cubierta. El barco va dando bandazos, el mar está algo movido.
—Mañana —me dice mi compañero—, vamos a encontrarnos con el barco nodriza, descargamos el pescado y volvemos a la faena.
Sé que estoy en un barco pirata de pesca, la mayoría somos esclavos.
Parece que mi mente, poco a poco, empieza a serenarse, ya no está tan agitada. Recuerdo que me compraron porque no pude pagar una deuda, de juego, en un antro de Hong Kong. Soy de Texas y mi boca y mis vicios, me han perdido en más de una ocasión.
Mi compañero es danés. Se metió con quien no debía, en Mozambique, y terminó en un barco de esclavos. Fue dando tumbos, hasta que nos compraron en Hong Kong. Se llama Carl y yo Mark.
Nos dirigimos a popa, donde los motores están tirando de las redes. Los del turno anterior nos indican que faltan unos 10 kilómetros por subir. Carl y yo nos quedamos solos. Los motores zumban con un ritmo monótono y las redes suben lentamente por la rampa. El buque, un viejo pesquero de altura que debería de haber sido jubilado hace ya muchos años, va sorteando las olas para evitar los golpes de mar, sobre su costado. Un fallo y nos podemos ir a pique.
Poco a poco vamos dando con la faena. Por babor, notamos las primeras luces del nuevo día. Los vaivenes que va dando el barco, nos hacen recordar que trabajamos sin ningún tipo de seguridad. Tenemos que tener cuidado.
Afrontamos una ola y cuando estamos en el punto más alto, noto un rayo de sol en la cara. A la que descendemos, el barco se escora y veo venir hacia mí un tractel de tensar los aparejos. Se ha soltado y me da un golpe, que me lanza por la rampa de entrada de las redes. El agua fría me engulle…
Pi, pi, pi, pi. Ese pi, pi, pi, me taladra el cerebro. Abro los ojos, poco a poco. Una luz tenue me deja entrever unas máquinas y unos cables conectados a mi brazo. Ese pitido sale de ellas. Noto un ruido a mi derecha. Veo como una persona, que no puedo distinguir bien, se pone en pie y casi tira la silla.
Arnie, ¡Has despertado! ¿Estás bien?, la que así habla, parece una mujer. Toca, con insistencia, un aparato que hay colgado a un lado de la cama.
Al momento, por la puerta, entran dos enfermeras. Una de ellas, sale corriendo al verme. Poco después vuelve, acompañada de otra mujer. Esta última se acerca a mí y cogiéndome la mano, me toma el pulso.
—Hola Arnie, ¿qué tal se encuentra? Nos ha tenido muy preocupados. Soy la doctora Emily.
—Estoy un poco aturdido y cansado —consigo balbucear— pero creo que, por lo demás, bien. Quizás, un pequeño dolor en el pecho.
—Verá —dice la doctora— ingresó ayer por la mañana. Lo recogieron, sin conocimiento, frente a su casa. No sabemos qué le ha pasado. Le hemos hecho algunas pruebas y en un par de días sabremos algo más. Ahora descanse.
Dos días más tarde y sin un diagnóstico, pido que me den de alta del Presbyterian Hospital. Me está esperando Susan para llevarme a casa. Lleva trabajando para mí diez años. Era la secretaria de mi padre y tras su muerte siguió conmigo. Le pido que mañana me recojan a las ocho, para llevarme a la oficina.
«Hay que retomar urgentemente algunos temas. El que más me preocupa, es la ampliación de capital de Wang Lisian Pacific Group. Llevábamos varios meses trabajando en ella. Es un consorcio Chino. Gestiona el ochenta por ciento del movimiento de pescado, de captura, en el mundo. El grupo de empresas que dirijo había visto con buenos ojos el informe, que hace un año presenté a la junta, para esa inversión. Eran diez mil millones. La ampliación nos iba a proporcionar una buena posición, en el consejo de la compañía».
Después de cenar voy a mi despacho. Allí tengo un ordenador, una biblioteca y un banco de trabajo, donde realizo pequeñas chapucillas. Es un sitio tranquilo donde puedo relajarme.
Un pinchazo en la mano derecha, hace que me fije de nuevo en ella. Casi se me había olvidado. Una señal, como de abrasión, cruza la palma de lado a lado. Nadie en el hospital parece haberse fijado. La toco, antes no la tenía. Un dolor, como de quemadura, me sacude y en mi mente se forman unas imágenes que me atrapan. Estoy recogiendo redes en un barco. La cuerda se suelta y cuando la agarro me produce un dolor, que me obliga a soltarla.
Al día siguiente, como había quedado con Susan, me manda el coche para que me lleve a la oficina. Nada más llegar ya me están esperando. He organizado una reunión, de urgencia, con los cuatro asesores que forman, lo que yo llamo grupo de crisis. Recurro a ellos, siempre que se requiere una toma de decisiones rápida, por algún cambio en los planes
—Hoy la reunión va a ser breve —les digo— vamos a salirnos de la ampliación de capital, que teníamos prevista con los chinos. Tengo claro que ese mercado no debemos tocarlo. Ocuparos de gestionar, todo lo necesario, con los abogados. Yo daré las explicaciones pertinentes al consejo. No penséis que no está meditado, lo está, y mucho. Yo no quiero formar parte de ese negocio. Se gana mucho dinero, pero a un alto precio.
Cuando vuelvo a mi despacho, me toco la mano y parece que ya no me duele. Una imagen borrosa, de dos hombres tirando de unas redes, se difumina en mi mente.
Esta entada se vuelve a subir por cambio en el programa web. Su primera edición fue: 12 de mayo de 2023