La cultura de la cancelación en Estados Unidos

Costaza Rizzacasa d’Orsogna es licenciada en Escritura por la Universidad de Columbia (Nueva York), periodista y escritora especializada en cultura y literatura norteamericanas y en problemas relacionados con la diversidad. Es autora de cuentos, novelas y poesía. Su primera novela ha sido adaptada al teatro. Algunas de sus entrevistas para el Corriere della Sera y su suplemento cultural se han incorporado al libro La cultura de la cancelación en Estados Unidos.

Avance

Están proliferando en EE.UU. los ‘trigger warnings’, advertencias sobre contenidos susceptibles de molestar en obras literarias, lo cual es una síntoma de la llamada cultura de la cancelación que ha provocado expulsiones de profesores, censuras a escritores y prohibición de libros en bibliotecas públicas.

La periodista italiana Costanza Rizzacasa lo califica de “movimiento antiintelectual” en este libro que es como un gran reportaje, basado en investigaciones y entrevistas a profesores y profesionales del mundo académico y editorial.

Advierte que ya no se trata de una mera cuestión de corrección política, sino que los canceladores apuntan a la vida privada de los cancelados, a quienes acusan de contaminar sus obras. Grandes autores del canon occidental, como Shakespeare, Faulkner, Hemingway o Philip Roth están en el punto de mira de los canceladores.

Así a Mark Twain se le acusa de usar lenguaje racista; a Harper Lee, de salvacionismo blanco en Matar a un ruiseñor; y a Philip Roth de “misógino maquiavélico”, basándose en la memoria de una de sus esposas, lo que lleva a preguntarse a Rizzacasa qué tiene que ver el comportamiento personal de un autor con sus libros.

Lo cierto es que cada vez más editoriales cuentan con un sensitivity reader, vigilante de las incorrecciones raciales. La cultura occidental, en general, está bajo sospecha, porque hasta el latín y el griego han sido atacados por ser lenguas ligadas a la supremacía blanca y al colonialismo.

Las conclusiones son inquietantes. Porque la cultura de la cancelación suprime el debate, ya que los canceladores “no sienten la necesidad de explicar su posición, sino que están convencidos de que es la única correcta”; porque se instala el miedo en la universidad; el victimismo pone en peligro el intercambio de ideas y limita la libertad de expresión; disminuye la confianza en las instituciones y en los expertos etc.

Todo ello acrecienta la polarización, de hecho ya se habla abiertamente en Estados Unidos de la posibilidad de una guerra civil, algo impensable hace unos años. Como advierte uno de los entrevistados por la autora, no hay una sola guerra armada a la que no haya precedido una guerra cultural. La autora matiza que la cultura de la cancelación no parte solo de la izquierda, sino también desde la derecha, en asuntos como el lenguaje obsceno o blasfemo, el contenido sexual o contrario a los valores religiosos.

No niega Rizzacasa que es preciso reconocer los comportamientos equivocados que antes se toleraban así como el dolor causado, pero el problema es pensar que todo el dolor que sufrimos es daño que se nos hace; todo el daño es trauma, y todo trauma viene de alguien abusador. El problema es vivir la indignación como estilo de vida, y como bien de consumo con su mercado y su marketing.

Además de que, si acabara imponiéndose la censura de la cancelación, se cumpliría la profecía de Dostoievski: “Las personas inteligentes tendrán prohibido hacer cualquier tipo de reflexión para no ofender a los imbéciles”.

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De un tiempo a esta parte, al abrir una novela, el lector puede encontrarse con una nota aclaratoria o exculpatoria como: “algunas expresiones proferidas por los personajes de esta novela obedecen al contexto determinado y a la época en que se desarrolla la historia, y no reflejan en absoluto la opinión del autor”.

Algo de ese tipo. Una excusatio non petita innecesaria (la diferencia entre autor y personaje es, o debería ser, obvia para cualquiera), impensable hasta ahora y, francamente, ridícula. La costumbre se ha implantado hasta el punto de que dichas advertencias tienen ya su nombre; en inglés, por supuesto, ya que es Estados Unidos el país de origen: trigger warnings, advertencias sobre contenidos susceptibles de molestar.

Sin entrar en lo que supone esa ignorancia básica sobre lo que son opiniones de los personajes y opinión del autor, tales avisos son un síntoma de algo que viene ocurriendo en los últimos años, y que constituye una característica de estos tiempos.

El fenómeno tiene diversos nombres, según quien lo designe: corrección política, movimiento woke, cultura de la cancelación, ofendiditos… Y aunque el asunto pueda parecer irrelevante, incluso prestarse a bromas, la llamada cultura de la cancelación ha provocado expulsiones de profesores, censuras a escritores, prohibición de libros en bibliotecas públicas… Las noticias sobre estos hechos saltan a menudo a los medios de comunicación.

Solo por poner un ejemplo reciente, el diario El País publicaba el dato de que el número de peticiones para retirar libros de las bibliotecas de Estados Unidos fue de 2.571 en 2022, el doble que el año anterior. Este triste récord se bate año tras año, de modo parecido a como lo hace el de las temperaturas (comparación que no deja de ser ominosa si pensamos en el clásico Fahrenheit 451, que tenía precisamente que ver con el calor y con los libros).

La periodista italiana Costanza Rizzacasa d’Orsogna se ocupa de la cultura de la cancelación en el país en el que ha surgido, y que la está exportando, en este libro que es como un gran reportaje, centrado en diversos autores y casos de cancelación, y basado en investigaciones y entrevistas a profesores y profesionales del mundo académico y editorial. Pues este “movimiento antiintelectual”, “la furia ciega de la cancelación”, se extiende, desde la escuela a las editoriales.

Un par de observaciones previas: el ánimo censor no es exclusivo de la izquierda, aunque quizá los casos promovidos por ella tengan más resonancia, y la expresión cultura de la cancelación procede de la derecha estadounidense, que la considera censura; para la izquierda, se trata de asunción de responsabilidades y rendición de cuentas. Y no falta quien niega la existencia del fenómeno.

La cultura de la cancelación es un movimiento antiintelectual que afecta tanto al ámbito de la educación como al mundo editorial

De Shakespeare abajo, ninguno

El argumento de los canceladores ha pasado de ser una mera cuestión de corrección política, centrada en el lenguaje y pensada para no ofender a cualquier grupo social, a ir más allá y ocuparse de la obra de numerosos autores, contaminada no ya por su contenido, sino por la vida privada del autor. El entusiasmo cancelador no se arredra ante los méritos literarios.

La escritora estadounidense de origen indio Padma Venkatraman ha expresado muy bien la idea que subyace en el movimiento: “Si eximimos a Shakespeare de sus responsabilidades solamente porque vivía en una época histórica en la que prevalecían sentimientos de odio, corremos el riesgo de estar transmitiendo el mensaje de que la excelencia académica es más importante que la educación y el respeto”.

Si algo así se puede decir de Shakespeare, el autor que ofrece la mayor amplitud de la pasión humana, al decir de T. S. Eliot, y al que Harold Bloom coloca en el centro del canon occidental, que no esperen compasión Hemingway, Faulkner, Mark Twain, Philip Roth o Salinger, autores, entre otros, de lo que se ocupa Rizzacasa d’Orsogna.

Como dice esta, Estados Unidos está replanteándose su propio canon literario –y más cosas- a la luz de lo políticamente correcto. Los casos que lo demuestran proliferan.

Las aventuras de Huckleberry Finn del gran Mark Twain, que ya en su día fue objeto de críticas por su lenguaje y su “humorismo ciertamente no adecuado para señoras”, hoy (cuando lo incorrecto es pensar que haya algo no adecuado para las señoras) lo es por el lenguaje racista de los personajes, que –sobra decirlo- era el propio de esos personajes en la época en que se escribió.

A Harper Lee se la acusa de salvacionismo blanco en su clásico Matar a un ruiseñor por convertir en héroe al protagonista blanco que defiende a un negro en un juicio.

A Jeanine Cummins, de apropiación cultural (a los canceladores no les faltan etiquetas para colgar en todo aquello que combaten) por escribir de migrantes mexicanos –en su novela Tierra americana– sin ser ella ninguna de las dos cosas. Esto último tiene su particular adaptación al cine cuando se rechaza que la gentil Helen Mirren interprete a la judía Golda Meir o que el español Javier Bardem encarne a un cubano (cosa que ya hizo en 2000 con el escritor Reynaldo Arenas, sin que levantara el menor escándalo: o tempora o mores).

Que estas acusaciones no son inocuas ni meras anécdotas, lo demuestran consecuencias como las que acarreó el caso de Cummnis: la editorial pidió disculpas, canceló una gira de promoción de la autora y recibió a una representación de las minorías de las que partían las críticas, a la que prometió aumentar el número de trabajadores de orígenes latinoamericanos. Las editoriales en general cuentan cada vez más con la presencia de un sensitivity reader, un vigilante de las incorrecciones raciales.

Hoy, Faulkner resulta incómodo y se le está eliminando de las lecturas recomendadas para escuelas y universidades, por su visión de los negros y la vida en el Sur. Pero, como dijo el escritor negro James Baldwin, “la condición del negro en los Estados Unidos es una forma de locura que afecta a los blancos”. “Y nadie ha contado esa locura mejor que Faulkner… Su grandeza reside en que cuenta las vergüenzas de los blancos… no es ningún apologeta del Viejo Sur”, sostiene la autora.

El salvacionismo blanco y la apropiación cultural son dos de las incorrecciones políticas que atacan los partidarios de la cancelación cultural

Otras veces, las críticas no se dirigen a la obra, sino a la vida privada del autor. Es el caso de Philip Roth, incluso de su biógrafo Blake Bailey. Este, por partida doble: por el hecho de ocuparse de un escritor de vida personal discutida y por su propia vida personal.

Las acusaciones a Roth se basan, en buena parte, en las memorias de una de sus esposas, que lo tildaba, entre otras cosas, de “misógino maquiavélico”. Las acusaciones que algunas mujeres dirigían a su biógrafo eran más graves: abusos y violación. Pero -argumenta la autora del libro- aparte de que otros testimonios, también femeninos, podrían dar una visión distinta de Roth, y de que las acusaciones a ambos no son más que acusaciones que deberían probarse; incluso dándolas por buenas y admitiendo la gravedad de las dirigidas a Bailey, debemos preguntarnos qué tiene que ver el comportamiento personal de un autor, cualquiera de ellos, con los libros que escribieron.

En otras palabras, si el fabricante de una aspiradora tiene un pasado de acosador sexual ¿habrá que retirar la aspiradora del mercado? ¿Se puede leer Mein Kampf sin ser partidario de Hitler?

Shakespeare, Faulkner… Ni la excelencia literaria ni las barreras cronológicas detienen a los partidarios de la rendición de cuentas. Los venerables estudios clásicos han sido atacados por entender algunos que el latín y el griego son lenguas ligadas a la supremacía blanca y al colonialismo. Aunque la defensa de dichos estudios debería ser superflua, la autora no deja de recoger la opinión de un profesor emérito de estudios clásicos de Princeton (Andrew L. Ford), universidad de la que han partido algunos de esos ataques: “Nunca nadie se ha hecho más sabio ignorando sistemáticamente culturas tan inmensas y tan profundamente influyentes como la griega y la latina”.

¿Debe censurarse la obra de un autor por el comportamiento personal de este? ¿Se puede leer Mein Kampf sin ser partidario de Hitler?

De lo particular a lo general

Más allá de los casos concretos como los citados, hay conclusiones inquietantes que se desprenden de ellos y a las que se refiere el libro. Estas tienen que ver con la supresión del debate (los jóvenes canceladores “no sienten la necesidad de explicar su posición, sino que están convencidos de que su posición es la única correcta”), el miedo que se ha instalado en la universidad o el hecho de que la cultura del victimismo pone en peligro el intercambio de ideas.

Por otro lado, “se trata de un movimiento tan apegado a las palabras, que parece perder de vista la sustancia”. Como dice el lingüista de Columbia John McWhorter, “estamos tan ocupados haciendo de policías del lenguaje del prójimo que nos olvidamos de cuál sería de verdad nuestro cometido, que… consiste en remangarse y ponerse manos a la obra para cambiar la sociedad en la práctica”.

“De la segunda era de lo políticamente correcto –escribe la autora- resultarán una creciente polarización fuera y dentro de los campus, una menor libertad de expresión y económica, una confianza a la baja en las instituciones y en los expertos, menos creatividad de los alumnos…”.

La polarización es un asunto mayor; pues, como se dice en el libro, esta creció a raíz de la pandemia (en contraste con otra catástrofe anterior, la del 11-S, que unió a la población) y hoy se habla abiertamente en Estados Unidos de la posibilidad de una guerra civil, algo (el mero hecho de considerar la posibilidad) que, hace unos años, hubiera sido impensable. Y, como recuerda uno de los entrevistados por la autora, son las guerras culturales las que pueden llevar a esa ruptura del sistema democrático y no hay una sola guerra armada a la que no haya precedido una guerra cultural.

Otra conclusión en la que insiste la autora del libro es que la censura procede tanto de la izquierda como de la derecha. Si la de la izquierda, quizá más publicitada, tiene que ver con la llamada teoría racial crítica y lo que ella implica, la de la derecha responde a asuntos clásicos como el lenguaje obsceno o blasfemo, el contenido sexual o contrario a los valores religiosos, promover la desconfianza hacia las fuerzas del orden (lo que eliminaría toda la novela policiaca moderna) o la enseñanza relacionada con la teoría racial crítica o la diversidad sexual; es decir, una enseñanza que pueda infundir en quienes la reciban un sentimiento de culpa por las acciones de su antepasados blancos.

Esto último como se ve, un caso de supersimetría. Los motivos anteriores los esgrimen quienes impugnan la presencia de ciertos libros en las bibliotecas de Estados Unidos. Y que son mayoritariamente padres de alumnos (un 50%). Los grupos políticos o religiosos constituyen el 9% de los impugnadores, y los alumnos, solo el 1%.

Efectos nocivos de este movimiento son la supresión del debate, las guerras culturales y la polarización social

Como siempre que se abordan estos asuntos, conviene recordar las buenas intenciones (esas que empiedran el camino al infierno) que están en su origen. Pero, “si por una parte es importante reconocer los comportamientos equivocados que antes se toleraban, y si bien es fundamental entender los aspectos psicológicos de un daño que alguien ha sufrido, así y todo nuestra sensibilidad –nuestra susceptibilidad- se ha puesto verdaderamente por las nubes”, escribe la autora.

El problema es pensar que todo el dolor que sufrimos es daño que se nos hace; todo el daño es trauma, y todo trauma viene de alguien abusador. Es decir, ya no hay ofensas individuales, sino muestras de la opresión de unos grupos mayoritarios contra otros minoritarios El problema es también vivir la indignación como estilo de vida, como bien de consumo con su mercado y su marketing, y, sobre todo, como medalla. Además de que, si acabara imponiéndose la censura rampante de la cultura de la cancelación, se acabaría cumpliendo lo anunciado por Dostoievski: “Pronto las personas inteligentes tendrán prohibido hacer cualquier tipo de reflexión para no ofender a los imbéciles”.

Todo esto no acaba de comenzar, pero está lejos de haber llegado a su fin. Por lo que a España respecta, atentos al cincuentenario de la muerte de Picasso.

Ángel Vivas (Nueva Revista)

12 mayo 2023

Periodista cultural