El cuento
Como música sonaban los pasos de mi padre en la gravilla del camino que conduce de la fábrica a nuestra casa.
Era diciembre, las tardes eternas y frías se llenaban de oscuridad muy pronto como una capa negra que cubría el cielo. Como el carbón hacinado en un balde en un rincón de la cocina. Con mi hermana y mi madre estábamos al calor de la chapa. Mi madre siempre cosiendo o haciendo punto, de vez en cuando dejaba la labor encima de la mesa y se acercaba a la lumbre, cogía un gancho largo de hierro y levantaba la primera arandela para remover el fuego, una larga llamarada subía hasta el techo, en la punta, humo negro que enrarecía el ambiente y nos hacía toser.
Mi hermana mayor hacía deberes. Mientras yo, sentada en el suelo, daba vueltas a un cuento, sus hojas dobladas y peladas por el uso. Mi padre nos había prometido que al volver del trabajo nos lo leería. La tarde no acababa nunca.
Cenamos y ya metidas en la cama, mientras esperábamos a nuestro padre, cuchicheábamos un rato. Mi hermana se cansó de esperar y se dio media vuelta mirando a la pared. El cuento agarrado fuerte entre mis manos espera conmigo su llegada.
Bajo los pies hasta la botella caliente y el calor que despide hace que me quede dormida. Me desperté un rato, después el cuento debajo de mí, descansaba todo doblado.
Oí a mi madre abrir el balcón de la cocina, pasear impaciente por el pasillo, frotándose las manos una con otra con nerviosismo. Esa noche no sonaron las piedras del camino. Pero mi padre sí vino a contarnos un cuento a mi hermana y a mí cada noche de nuestra infancia.
Merche Carrera, compañera del curso de escritura.