«La caliente Molly»
Parte III y última
Después de salir del bar, se acercó a un barco pequeño de pesca; una persona estaba guardando unos aparejos.
Cuando se hubo presentado, le preguntó si les podía llevar a él y a su mujer a Mc. Carthey. Quedaron de acuerdo en el precio y, al poco rato, estaba de vuelta con la mujer y el equipaje. Una vez a bordo, el barco se alejó adentrándose en el río.
En la cabina del piloto, Shut charlaba con el hombre. Había llevado una botella de whisky, con la que rellenaba el vaso de este en cuanto lo vaciaba. Una hora más tarde ya había dado casi con la botella, aunque no parecía haberle causado el más mínimo efecto.
Se interesó por el funcionamiento del barco, si estaba casado, si tenía hijos… El hombre le preguntó que a qué iban a Mc. Carthey, le contestó que se acababan de casar y había comprado un almacén. La respuesta pareció ser suficiente y cuando el hombre le dijo que después del siguiente recodo estaba el embarcadero, no se lo pensó. Sacó el revolver y le metió dos tiros. La sangre salpicó los cristales de la cabina y su cabeza rebotó contra el cristal, rompiéndolo.
Shirley miró asustada a Shut. Este le explicó que era un testigo incómodo y volviéndose hacia ella le disparó tres tiros. Luego paró el motor.
Bueno, pensó, «lo más difícil ya está hecho y para no haber previsto nada, va saliendo todo bien; no quería matar, pero no veía otra salida».
Con sumo cuidado tiró el baúl por la borda, le había hecho unos agujeros para que entrara agua y se hundiera. El cuerpo de Shirley y el del pescador los unió con unas cadenas, les ató un ancla y los arrojó al agua. Desaparecieron al momento.
El día, poco a poco, estaba llegando a su fin. Se sentó y pensó cómo continuar. Como si las ideas le fueran llegando a su mente, se levantó. Lo tenía claro.
Acercó a un lateral un pequeño bote que el barco remolcaba y, cogiendo un hacha, entró en el habitáculo que había bajo cubierta. En menos de media hora, un gran boquete en el casco dejaba entrar el agua a borbotones.
Se montó en el bote y remando se alejó hacia el recodo del río. Desde esa posición podía ver el barco hundirse y las luces del embarcadero a donde se dirigía. Cuando hubo desaparecido bajo las aguas, comenzó a remar a buen ritmo. Ya era de noche, llegó al embarcadero y, dejando el bote suelto, subió andando al pueblo.
Con sumo cuidado, para que nadie lo viera, se metió en su habitación. Estaba realmente satisfecho de lo que había hecho. Para no haberlo planeado, le estaba saliendo todo muy a su gusto.
Ahora podría llevar la vida que siempre había querido. Se lo merecía. Puede que Butter protestara, pensaba que su negocio ya estaba cerrado y seguro que haría preguntas. Pero allí no había autoridades y, qué carajo, no iba a consentir que le chafara el asunto. Ya vería cómo solucionarlo. No quiso darle más vueltas y decidió bajar a beber un trago.
Cuando lo vieron llegar, varias de las chicas le preguntaron cómo había ido todo.
—Bien, bien, —les dijo él—. Molly me comentó que se iba a ir con una hermana que, al parecer, tenía en Boston. Yo volví en el tren de la tarde.
Ya en la barra del bar pidió una botella, tenía que celebrar su nueva posición. Esa noche le echaría un buen polvo a Betty, se lo había ganado. Solo con pensarlo comenzó a sentir picazón entre las piernas.
Cuando se estaba acabando la botella, un enorme alboroto le llevó a la puerta del local. Al parecer, unos mineros habían entrado diciendo que había un oso merodeando fuera.
Shut, con un alto grado de inconsciencia fruto del alcohol consumido, salió a la calle empuñando su revolver en una mano y la botella en la otra.
El frío era intenso y la nevada cosa seria, pero no podía dejar que un oso molestara al personal que iba al burdel.
Cuando vio al bicho, se dirigió hacia él, levantó el arma y le disparó. Si hubiera ido un poco más sobrio, se habría metido en el local y que el oso hiciera lo que quisiera. Pero no, al recibir el tiro, el animal se paró, se volvió y un enorme rugido salió de su boca.
Trotó hacia Shut. Éste levantó el revolver y lo disparó una y otra vez, pero del arma no salió ninguna bala. La enorme fiera, enfurecida por el disparo, se lanzó contra el hombre. Solo fueron dos zarpazos. Sobre la nieve quedo tirado, con las tripas saliéndose por el boquete abierto en su enorme barriga y la cabeza casi separada del cuerpo.
El oso siguió su camino.