Encuentro

Se dio de bruces conmigo, tropezó en el paso de cebra al bajarlo. Yo venía del otro lado y en el centro nos tropezamos. La cogí de los hombros y la separé de mi cuerpo. Un halo misterioso se apoderó de mí ser. La miré fijamente y en sus ojos marrones descubrí una sombra, algo familiar, algo que me ha acompañado toda la vida. Era yo siendo una niña. Parecía un poco desvalida, su media sonrisa, su espalda un poco encorvada. Nos quedamos paradas en medio de la calzada hasta que los coches empezaron a pitar. Me cogió fuerte de la mano y tirando de mí nos dirigimos a un banco para sentarnos.

—¿Cómo estás me pregunta?

—¿Qué ha sido de tu vida estos años?

No me deja contestar, es un torbellino de palabras que salen a raudales de su boca. Imagino que estudiarías o como la época de mi niñez, la mujer tenía que casarse y quedarse en casa. Sonrío y le digo que hasta que murió el dictador esos eran mis ideales. No era capaz de ver más allá, después algo estalló dentro de mí y fui capaz de reivindicarme, en una sociedad tan cerrada era difícil. Era la rarita, la que reivindicaba un puesto en la sociedad más activo.

—¿Te casaste por amor? Asiento con la cabeza y le digo que tuve dos hijos maravillosos. Le noto que se le quiebra la voz, y con la mirada en el suelo y el tono de voz muy bajito, me pregunta por nuestra madre. Hacía y decía cosas muy raras, me comenta. En casa era tema tabú y, hasta que no fuimos adultas, no fuimos conscientes de que tenía un trastorno muy grave.

Cambia de tema rápidamente y otra vez le sale la voz como un jilguero.

Recuerdo como me gustaban los cuentos de pequeña, espero que de mayor sigas leyendo. Le hablo de mi dificultad para encontrar libros, no tenía dinero para comprarlos y la dictadura hacía que muchos autores fueran censurados y no podían publicar en el país. Me mira con los ojos abiertos de par en par. Mis libros de juventud eran las novelas de Corín Tellado y los cuentos clásicos de princesas que me perjudicaron mucho. Todo acababa en un beso casto y colorín colorado.

Una sonrisa se dibuja en mi cara y le digo que aparte de leer he descubierto que se me da bien escribir cuentos. Se baja del banco y empieza a dar saltos y a aplaudir.

—¡Tienes que escribirme uno, por favor, escríbeme uno!, ¿me lo prometes?

Te prometo que lo haré y que solo lo podrás leer tú, es solo para ti. Ella sonríe, no cabe en sí de alegría, hasta que le cambia la cara y se pone seria.

Me tienes un poco abandonada, me salta un poco enfadada. Quiérete un poco más y no tengas miedo de mecerme en tus brazos, y ser consciente de la niña que aún hay en ti.

El encuentro llega a su fin. Tengo que volver a mi vida presente y le prometo que de ahora en adelante seré consciente de su presencia, volveremos a encontrarnos. Abre sus brazos menudos y me abraza por la cintura, sus ojos se llenan de lágrimas y me dice que me cuide. Cuando vuelvo la cabeza la veo que se une a unas niñas, corren una detrás de otra gritando y riendo. Es lo que le toca hacer. Es una niña.

Merche Carrera, compañera del curso de escritura.