He salvado al mundo
Una mujer y un hombre con buzos azules bajaron de una furgoneta aparcada frente al número 212 de Vermont Avenue en Atlantic City. En un lateral se podía leer EPA United States Environmental Protection Agency. Sacaron dos cajas y entraron en el jardín que daba acceso a la casa.
Llamaron a la puerta y, al poco, se escucharon unos pasos acercándose.
—Hola, buenos días —dijo la mujer con una sonrisa, a la anciana que les abrió—. Somos de la Agencia de Protección Ambiental. Hemos recibido varias llamadas de esta zona informando sobre el incremento de arañas en los últimos meses. En especial, está su llamada de ayer indicando que desde su patio trasero ha visto, en el de su vecino, un número exagerado. Venimos porque desde luego las fotos que nos mandó parecen preocupantes.
—Pues ya era hora —dijo la mujer visiblemente contrariada— si no les mando las fotos no vienen. Nadie me quería creer cuando llamaba para decir que desde hace casi dos meses, algo pasa en casa de mi vecino. La cantidad de arañas no es normal y últimamente es una invasión. Lo dicho, por las fotos han venido.
—Bien, señora, le agradecemos las molestias que se ha tomado y ahora nosotros nos ocuparemos de investigarlo. Por cierto, ¿cómo se llama él?
—Robert Weber, es un jubilado que trabajó en la oficina postal, está separado, es un pobre hombre, ha tenido mala suerte en esta vida. Se dio a la bebida y bueno…
Después de darle las gracias, los dos agentes se encaminaron a la casa del vecino. Llamaron a la puerta, pero nadie contestó. No se oía ningún ruido y por la ventana no se veía movimiento. Decidieron ir al patio trasero.
A medida que se acercaban, vieron hilos de telaraña flotando. Una extraña sensación les invadió. Se miraron y donde en las fotos que les mandaron se veían montones de arañas y de buen tamaño; allí no había nada. La puerta estaba abierta, llamaron, pero no recibieron respuesta.
—¿Qué extraño? Las fotos eran claras, aunque al parecer nadie más, aparte de la vecina, ha visto nada—dijo la mujer mientras echaba un vistazo por el resto del jardín.
—Mira, vamos a entrar —dijo el hombre—. Tú vas filmando para documentar todo.
Empujaron la puerta que daba a la cocina y como no observaron nada extraño pasaron a la siguiente habitación. Todo parecía normal, salvo por algunas arañas muertas. Al acercarse a la puerta del sótano percibieron un ruido como de chasquidos.
La abrieron con cuidado, el techo estaba lleno de telarañas y había muchas arañas. Como si hubieran notado su presencia, el ruido se incrementó. El aire se notaba cargado, con un olor agrio y penetrante. Los peldaños de las escaleras apenas se veían, estaba todo cubierto de telarañas. Asustados, cerraron la puerta y salieron rápidamente a la calle.
—¿Pero qué carajo es eso? ¿Qué es lo que hay ahí?
—No lo sé, Ton, pero tenemos que ponernos el traje completo y fumigar todo para poder volver a entrar.
Media hora más tarde, con todo ya preparado, delante de la puerta del sótano, se miraron a través de la máscara del traje, como poniéndose de acuerdo, y entraron. Encendieron una potente linterna mientras fumigaban todo por delante de ellos. Encontraron el interruptor de la luz, lo accionaron y comenzaron a bajar.
Las arañas seguían corriendo por todas partes, fumigaron de nuevo y esperaron a que la neblina se disipara para poder ver. Cuando ya parecía que la situación estaba controlada, delante de ellos, al fondo, vieron un bulto grande cubierto de telarañas. Al enfocarlo con la linterna, para su sorpresa, comprobaron que era el cuerpo de un hombre, rebozado de telarañas, excepto la cabeza.
Cuando la luz de la linterna incidió en su cara, este abrió los ojos y comenzó a hablar con voz suave.
«—Soy el profesor Robert Weber. He descubierto la cura para la plaga que ha azotado a la humanidad estos últimos años.
Mi equipo y yo hemos investigado el envejecimiento prematuro de los seres humanos que se han visto afectados por ese problema.
Han muerto ya tres cuartas partes de la población mundial. En apenas unas semanas, las personas que se infectaban se consumían lentamente hasta morir.
Al principio no sabíamos cuál era el origen de esta pandemia. Después de analizar el resultado de muchas autopsias, encontré un factor común. Unas moléculas se multiplicaban de forma excesivamente rápida y aceleraban el proceso natural de envejecimiento.
Más tarde, ya sabiendo un poco más lo que buscábamos, pudimos determinar que todo había comenzado con una extraña invasión de arañas. Nadie supo de dónde habían salido, eran para todos una especie nueva.
Yo había elaborado la teoría de que eran de otro planeta. Creía que habían llegado a la tierra en uno de los meteoritos que, de forma inusualmente alta, habían caído en esa época.
Ahora eso ya no importa, con mi descubrimiento el problema ya tiene solución. Ahora debo hablar con mi equipo del MIT. Deben de darle al CDC la fórmula para la elaboración de la vacuna y su posterior distribución.
Esta mañana soy un hombre feliz.—Mientras lo decía, un gesto parecido a una sonrisa se adivinaba en su cara—. Tanto tiempo de duro trabajo ha merecido la pena.
La humanidad está a salvo; mi descubrimiento pondrá fin a la angustia en la que hemos vivido estos años».
Con el último sonido de sus palabras parecieron salir de una especie de letargo, en el que se habían quedado inmersos cuando el hombre comenzó a hablar. Volvieron a oír el sonido de las arañas.
Conmocionados, salieron del sótano y cerraron la puerta. Ya en la calle se desprendieron de los trajes y un suspiro de alivio salió de sus bocas.
—El corazón se me va a salir del pecho —dijo Ana mientras miraba a su compañero—. Necesito un momento para asimilar lo que acabamos de ver. «Pensó en su hijo. En ese momento deseó estar en casa con él, en lugar de estar allí enfrentándose a quién sabe qué».
—Joder, Ana, nunca en mi vida he visto nada igual —dijo Ton—. Ese hombre envuelto en hilos de araña daba escalofríos. ¿Pero te has dado cuenta de que tenía cara de felicidad?
—Sí, la verdad es que sí, pero no sé el porqué teniendo en cuenta su situación. ¿Y qué me dices de lo que ha dicho?
—No sé qué decir, es todo tan extraño.
Siguiendo el protocolo, llamaron a la policía para que acordonara la zona. Vinieron cuatro equipos de la EPA, con personal especializado, que se hicieron cargo de la situación y pusieron en cuarentena el lugar.
Peinaron el barrio buscando más casos, pero no encontraron ninguno. El problema solo afectaba a esa casa.
Se desplazaron dos entomólogos y un experto en acarología forense. Trasladaron al hombre a una instalación especializada de Seguridad Nacional, en las montañas de Maine. Recogieron muestras de las diversas colonias de arañas, siguiendo indicaciones de los expertos. Todo ello se llevó al laboratorio. En la inspección de la casa, descubrieron diversos terrarios en los que, al parecer, el hombre había tenido arañas.
La casa fue desmantelada hasta sus cimientos, se extrajo la tierra de la parcela y se revisó a fondo el entorno.
Días más tarde se conoció el informe preliminar de los forenses.
El hombre había sido, literalmente, devorado por las arañas. Habían utilizado su cuerpo para poner sus huevos y alimentado de él al eclosionar. Ningún órgano vital se había visto afectado, lo que les llevaba a pensar que lo habían querido mantener con vida.
También indicaba que, en su organismo, tenía unos elevadísimos niveles de dopamina, oxitocina, serotonina y endorfinas. Según el informe, el hombre parecía estar sumido en una placentera y feliz existencia.
Varios meses más tarde, las investigaciones estaban igual que el primer día. No sabían de dónde habían salido las arañas; no era ninguna especie conocida.
El hombre al final terminó falleciendo. Aparentemente feliz.