¡Soy un tuareg!

A comienzos de primavera, los días aún eran fríos. Cuando esa mañana Amir fue a lavarse, vio que el agua de la jofaina estaba helada, así que tuvo que ir a sacar agua del pozo.
A pesar de tener doce años, su abuelo le seguía insistiendo en que tuviera cuidado de no caerse dentro.

«Desde que murieron sus padres, en un accidente de coche cuando tenía seis años, su vida había dado un gran cambio. De vivir en Tamanrasset, que era una ciudad grande, ir a la escuela y tener a sus amigos, pasó a vivir con sus abuelos, en las montañas Ahaggar, al sur de Argelia.

Al principio lo llevó muy mal. Ir a una aldea perdida en medio del desierto, no le gustó y menos tener que dejar el colegio para ir a cuidar ovejas con su abuelo.
No obstante, a esas edades, uno, al final, se adapta fácilmente a los cambios y pronto, en ese remoto lugar, encontró nuevos alicientes.

Su abuelo, el viejo Isul Tagadez, supo tener paciencia con él y su abuela, Arjey, le dio todo el cariño que necesitaba y que solo ellas saben dar.
A la entrada del valle, donde se encontraba la aldea, se había establecido un pequeño núcleo de servicios del Gobierno Argelino. Había un dispensario y una escuela; a ella fue Amir al poco de llegar con sus abuelos. Allí iban los niños del entorno, todos de una u otra manera, descendientes de tuaregs, asentados en la zona hacía ya mucho tiempo. Normalmente, los chavales asistían hasta los diez o doce años, luego, la mayoría, la dejaban para ir a cuidar el ganado.

Amir, todos los días, tenía que recorrer cinco kilómetros para ir a la escuela. Al principio, iba con su abuelo en un pequeño burro, pero luego, con el tiempo, ya pudo bajar él solo andando.

Su abuelo le fue enseñando, poco a poco, a pastorear las ovejas de las que dependía su economía. Le enseñó todos los recovecos de las montañas y a encontrar los manantiales ocultos que en ellas había.
Se pasaban días en completa soledad, allí aprendió la belleza del silencio.
Hubo maravillosas noches en las que, tumbados alrededor de un fuego, contemplaban el cielo estrellado, fascinados por el brillo de esos pequeños puntos, que parecían colgados, en el espacio infinito.

Disfrutaba cuando su abuelo le narraba viejas historias sobre los tuaregs, sus antepasados. Así supo que su abuela, nacida en Niger, todos los años atravesaba el Sahara, con el ganado, hasta aquellas montañas. En uno de esos viajes se conocieron, hacía ya muchísimos años.

El sitio que más le gustaba a Amir era un pequeño valle escondido, entre el laberinto de riscos que formaban las montañas centrales del Ahaggar. En él había un manantial que nacía en una cueva, bellamente decorada con dibujos en las paredes. Lo había encontrado un día buscando unas ovejas perdidas.
Su abuelo le explicó que los había pintado, gente que había vivido allí, hacía muchos, muchos años. Casi tantos como puntos blancos se veían por las noches en el firmamento. Le dijo que había muchos dibujos parecidos en otras montañas del desierto. Iba a ese valle siempre que podía, además había descubierto que un rebaño de gacelas lo utilizaba para abrevar; eran todo un espectáculo. Allí, Amir, era feliz».

Una vez llenado el cubo, entró en la casa. Al ir a poner el agua en la jofaina, de repente, le fallaron las fuerzas y cayó al suelo.
Su abuela, al verlo, llamó a gritos a su marido. Ella sola no podía levantarlo y entre los dos lo pusieron en la cama. Cuando volvió en sí, Amir, confuso, se frotaba la cabeza como si se hubiera dado un golpe y le doliera.
—¿Qué te ha pasado, Amir? —le preguntó ella asustada.
—No lo sé, me duele mucho la cabeza por dentro —respondió él, mientras su abuela lo abrazaba con ternura.
Ella, que lo había visto todo, sabía que no se había golpeado la cabeza.
—Isul, hay que llevar al niño al médico —dijo ella visiblemente preocupada—, que lo miren bien, a ver por qué le ha pasado esto.
Diez minutos después, montado en el burro que el abuelo llevaba del ramal, se fueron los dos. Por el camino tuvieron que parar, con frecuencia, porque Amir se mareaba.
Cuando llegaron al dispensario, les dijeron que no estaba el médico. Había tenido que ir a atender una urgencia en una aldea y no lo esperaban hasta el día siguiente.
La enfermera le dio algo para el dolor. Quedaron en que el abuelo regresara a su casa y Amir se quedó en observación. Él volvería al día siguiente con la abuela.

Al día siguiente, Moussa, el médico, lo atendió en cuanto llegó. Enseguida vio que no podía hacer nada por él. No había medios, aquello era un dispensario. No obstante, tras el reconocimiento, intuyó que, muy probablemente, tenía algún tipo de tumor.
Cuando se encontró frente a la abuela, una viejecita que le miraba con ojos suplicantes, no fue capaz de decirle lo que pensaba.
Para confirmar sus sospechas había que hacerle una resonancia magnética, pero para eso había que trasladarlo a Argel. Sabía que los abuelos no tenían medios. Cuando se enteró de cómo vivían, fue suficiente para entender que no podrían pagarlo.
Pero, no podía olvidar los ojos claros de la abuela. ¿Cómo podría ayudarles? No supo qué hacer.

Esa noche, subido al tejado de su casa, contempló el cielo estrellado mientras tomaba un té. Pensó que, debajo de tanta belleza, había otro universo no tan bonito.

Varios meses más tarde, supo que Amir había fallecido. Tuvo un desmayo y no se recuperó. Recordó la conversación que tuvo con él cuando estuvo en el dispensario. Se quedó impresionado por la madurez que mostró y la paz que le transmitió a su, en ese momento, agitado espíritu.

«—Doctor, ¿puedo hablarle? —me dijo Amir—. Por la cara que ha puesto mientras hablaba con mi abuela, sé que lo que me pasa no es bueno. Lo que deseo es que ellos no sufran, los quiero mucho. Necesito saber qué tengo, sea lo que sea. Soy un descendiente de los grandes guerreros tuaregs que dominaron el desierto, lo sabré aceptar.
—Mira, Amir, con seguridad no sé lo que te pasa, —le dije—. Posiblemente, tienes algo en la cabeza, pero para confirmarlo, habría que mirarte con aparatos y hacerte análisis y pruebas que aquí no podemos. Para ello deberías ir a la ciudad y tus abuelos no pueden permitírselo. Así que, poco a poco, eso de la cabeza hará que vayas teniendo mareos con más frecuencia y un día todo terminará. No sé cuándo será.
Puedo darte algo para calmar los dolores, eso sí que está en mi mano.
—Sé que casi soy un niño y quizás por eso no entiendo la vida como los mayores. Todos estos años me he sentido querido, las cosas que he vivido me han llenado de alegría y he sido feliz.
Yo estaba conmovido por la entereza con la que había tomado las riendas de la situación, un chaval de doce años; era increíble. Sabía que sus abuelos no podían hacer nada. Él solo quería que no sufrieran, aunque tenía claro cuál iba a ser su final».

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