Los secretos del bosque

Parte II

Confusos y asustados, se miraron entre ellos intentando racionalizar lo que estaban escuchando, pero el sonido volvió a oírse y esta vez casi a su lado.

Instintivamente, se volvieron hacia donde venía el sonido y comenzaron a ver sombras, que parecían acecharlos, moviéndose fuera del alcance de la poca luz, que la casi apagada hoguera proyectaba.

Ya dominados por el miedo, con el corazón desbocado, concluyeron que lo mejor era abandonar todo, subir al coche e irse al pueblo. Mañana, con la luz del día, ya volverían a por sus cosas.

Con mucho cuidado, para no salirse de la carretera, se fueron hacia el pueblo; eran ocho kilómetros y pronto llegarían. La oscuridad era total, las luces del coche apenas podían con la negrura bajo las hayas.

Las ramas de los árboles, movidas por el viento, parecían echarse sobre ellos. Pasada más de media hora, se dieron cuenta de que deberían de haber llegado al pueblo. Aunque nadie decía nada, el miedo y la desesperación comenzaron a apoderarse de ellos; parecían atrapados en un viaje sin fin.

Unos minutos más tarde, a un lado de la carretera, pudieron distinguir una edificación iluminada por la luna en mitad de un prado. Juan, que era el que conducía, no se lo pensó. Frenó en seco y, dando un giro, entró a través de la cancela abierta en el muro que daba acceso a la casa.

Convencidos de que allí viviría alguien, respiraron aliviados; seguro que les podrían ayudar.
Se acercaron a la puerta y vieron una pequeña campana de la que colgaba una cadena. Laura, agarrándola, la sacudió con fuerza, volcando en ella toda la tensión acumulada. Tras varios intentos, llegaron a la conclusión de que la casa estaba vacía. Rodeándola, no encontraron otra puerta y las contraventanas estaban firmemente sujetas; no había forma de poder entrar.

—¿Os habéis fijado qué casa más extraña? Yo nunca he visto ninguna similar y ¿esas tallas? —dijo Bego.
Mientras hablaban, Juan comprobó que su móvil estaba muerto. No llegaba señal de ningún tipo y a todos les pasaba lo mismo. Les pareció extraño, pues hacía un rato en el refugio, era excelente.

Mirando a su alrededor, vieron que en el prado que se extendía a un lado de la casa, bañado por la gélida claridad de la luna, se erguía un imponente árbol.

—No entiendo esta claridad —dijo Andrés—. Hace un momento la noche estaba oscura y ahora, esta luna. Estamos en luna nueva, hoy no se debería ver. Además, fijaos en esa luz a su derecha, podría ser Marte, pero con luna llena casi no se vería y, en cambio, tiene una claridad enorme y su tamaño es gigante; es como si fuera una luna en pequeñito.
Todos le escuchaban perplejos mientras miraban al cielo.

—No puede ser, Andrés, debes de estar equivocado —dijo Bego.
—Puedo estar todo lo equivocado que queráis, pero hoy no hay luna y esa mini luna, no debería de estar ahí. Sé que soy un poco friki y algo paranoico con ciertas cosas, pero estas lunas nos son normales. ¡La tierra no tiene dos lunas!
—Entonces, ¿cómo puede ser? —preguntó Laura.
—Yo no entiendo nada —dijo Juan—, por si acaso voy a sacar unas fotos, a ver si alguien nos puede dar una explicación razonable de este misterio.

Mientras hablaban, sin saber qué hacer, fueron hacia el enorme árbol.
—Parece un tejo —dijo Andrés.

Al acercarse, en el lado iluminado por la luna, pudieron apreciar que el tronco tenía un agujero, como si algo o alguien hubiera horadado su base.
Cuando enfocaron el hueco con la linterna, vieron que dentro había una caja. Con mucho cuidado, la sacaron. Se trataba de un pequeño cofre de madera, con dos flejes de hierro que sujetaban la tapa a la base y hacían de bisagra.

Ya habían olvidado lo que les había llevado allí; ahora estaban intrigados con lo que habría en el cofre. Bego, como nadie se decidía, tiró con fuerza del pestillo y, desplazándolo a un lado, abrió la tapa.
Dentro, ocupando todo el fondo, había un libro y al sacarlo vieron debajo una especie de antorcha.

Parecía antiguo, sus tapas eran de cuero, y al abrirlo les quedó claro. Las hojas eran de pergamino y en ellas se podían ver escritos unos caracteres que supusieron que era algún tipo de idioma, desconocido para ellos.
—No sé, todo esto asusta un montón: los extraños sonidos, las sombras, la carretera que nos ha traído hasta aquí, la falta de cobertura, la casa, las lunas, el árbol, el cofre, el libro… —dijo Juan mientras pasaba las páginas.
De repente, no se sabe cómo, esos extraños caracteres, antes ilegibles, comenzaron a moverse y ahora se entendían, se podían leer.

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