Alfonso de Haro y Teresa de Almoravid

Parte II

Calahorra tenía una población de unas 3.500 almas y ser sede Obispal le otorgaba un prestigio muy alto. Aparte de la importancia estratégica que ya he mencionado antes.

Así que cuando sonaba en la torre de la iglesia la hora tercia, hacíamos entrada por la puerta sur de la ciudad.

Las calles que recorrimos hasta llegar a la plaza principal y patio de armas estaban repletas de gente que, al enterarse de que llegaba el hijo del Señor de Cameros y nuevo Señor de La Rioja Baja, tenían curiosidad por verlo. Todos los días no había un acontecimiento de tamaña importancia. Las miradas, risas y piropos a los hombres nos acompañaron todo el camino.

Cuando llegamos al la plaza nos esperaban el alcalde con su mujer y el consejo municipal en pleno. También estaba el abad de Alfaro, junto con diversos miembros de la iglesia.

Todo el mundo se había vestido con sus mejores galas. Había que aprovechar la ocasión, no se daban muchas para hacerlo. Los jóvenes que nos acompañaban acaparaban todas las miradas.

Tras descabalgar, mientras unos mozos se hacían cargo de nuestros caballos, Juan Alfonso se dirigió al abad, saludándole respetuosamente, a la vez que dirigía una fugaz mirada a una guapa doncella que le acompañaba.

Luego saludó al alcalde y a la corporación municipal. Este le entregó a mi señor una llave, símbolo de la entrega de la ciudad.

Más tarde los hombres se fueron acomodando en los aposentos que les designaron y Juan Alfonso y yo lo hicimos en casa del alcalde.

A la hora de vísperas dio comienzo el banquete, al que acudimos invitados por las autoridades civiles. En la mesa principal nos sentamos Juan Alfonso, el abad Juan de Almoravid, una sobrina suya, que por cierto enseguida atrajo la atención de Juan Alfonso, el alcalde, su esposa y yo.

No sé si de forma premeditada, pero la sobrina se sentó junto a Juan Alfonso y yo me senté junto al abad. Mi señor tenía interés en saber su opinión sobre la situación en la frontera.

«Juan de Almoravid Elcarte, por su ascendencia y sus conocimientos, amén de su habilidad negociadora, lo hacía un elemento valioso, en esos momentos. En el desarrollo de su labor eclesiástica, había terminado como abad de San Miguel, en Alfaro, en medio de la frontera. Las luchas de Navarra y Aragón contra Castilla eran continuas. Y él, gran diplomático, había sabido navegar en aquellas aguas, cosa que a Roma le venía muy bien para no perder poder en la zona, con independencia de quien gobernara.»

Debo decir que el que más hablo a lo largo de la comida, fue sin lugar a dudas el abad. Me hizo un resumen de la situación en la frontera, como se encontraban los tres castillos que el rey había otorgado a mi señor, y lo más importante, la posibilidad de que los Navarros, gobernados por un francés, se decidieran a lanzar una ofensiva sobre Castilla. Gran conocedor de las intrigas entre reinos, supo detallarme claramente la situación de en La Rioja Baja y a qué problemas se podría enfrentar mi señor. Me contó los cambios que pensaba hacer, en el caso de que fuera elegido obispo por el Papa. Le comenté que me parecían apropiados. Un obispo metido de lleno en sus labores eclesiásticas y que no quiera hacer solo política o dedicarse a cosas ajenas a su mandato, era digno de admirar. No era lo normal.

Después, pasamos, ha hablar de cosas menos importantes. Supe de su gusto por la caza y prometí que, la próxima vez que nos viéramos, le llevaría una ballesta menos pesada y más fácil de cargar que la que estaba usando. La hacían unos artesanos de las Siete Villas, cerca de donde nací.

Mientras, mi joven señor desplegó todo su encanto, que era mucho, con la sobrina del abad. Los veía sonreír y parecía que congeniaban, se pasaron toda la comida hablando. Cuando el banquete acabó, Juan Alfonso y yo nos fuimos a nuestras habitaciones. Conociéndolo como lo conozco, supe que estaba prendado de aquella joven.

Pensando en ello, me pareció una suerte que fuera sobrina de quien era y además guapa. Parecía que ambos estaban a gusto. Lo hablaría con su padre, a fin de cuentas estaba ya en edad de casarse.