El juez
El juez movió la mano y la campanilla sonó por la sala. Todo el mundo se puso en pie y el juez salió, se retiraba a deliberar antes de emitir la sentencia.
Quedaban a la espera de su decisión: el fiscal, el abogado defensor, el acusado y la multitud de curiosos que asistían al juicio.
En su despacho, el juez se quitó la toga y de la cafetera que había a un lado de su mesa se sirvió un generoso café.
Se acomodó en su butaca. Encendió un cigarrillo y, entre sorbo y sorbo de café, lo apuró hasta quemarse los dedos. En ese momento pareció volver a este mundo y, aplastándolo en el cenicero, soltó un improperio.
Estaba preocupado, las últimas inversiones que había realizado no estaban yendo como él hubiera esperado y eso suponía un problema en su situación actual.
Luego estaba el tema de su ascenso, no las tenía todas consigo. No obstante, en ello estaba trabajando su mujer. Ella sabía moverse en los círculos oportunos y sabía cómo motivar a las personas adecuadas. La dulce Lucía, como se la conocía en su reducido grupo de amigos, no descansaría hasta lograrlo.
Cuando consideró que ya había transcurrido un tiempo prudencial, se preparó para volver a la sala.
De un cajón de su mesa sacó una carpeta; era la sentencia que tenía que leer.
Cuando se cerró la puerta de la sala después de salir su señoría, un murmullo repentino se adueñó del lugar. Todo el mundo cuchicheaba.
El fiscal estaba tranquilo, miró a su ayudante sonriendo. Era un novato recién salido de la facultad. Era el hijo de un naviero con el que tenía negocios y no le había quedado otra.
Esa decisión había levantado alguna ampolla en la oficina, pero no pasó de ahí. Él era el jefe y tenía buena sintonía con el ministro de Justicia, no había problema.
Volvió la cabeza hacia la mesa del acusado. El abogado charlaba con su defendido, intentaba tranquilizarlo. Le estaba comentando que el juicio había ido bien. Había muchas posibilidades de que se fallara a su favor.
El fiscal sonrió confiado, él sabía que no había ninguna.
El secretario hizo sonar la campanilla para que todos en la sala se pusieran en pie; su señoría iba a entrar.
Mientras se sentaba en su sillón, miró al frente, se quedó pálido. Todo estaba ensombrecido.
En el banco del acusado vio una figura difusa mirándole, se quitó la capucha y una sonrisa macabra se dibujó en lo que suponía era su cara.
Los espectadores parecían fantasmas, le recordaron algunos de los que había juzgado y condenado.
Notó frío, una presión en el pecho le hizo llevarse allí la mano. Quiso decir algo, pero de su boca solo logró que salieran unos inaudibles e ininteligibles sonidos.
Cuando comenzó a caer hacia su mesa, vio la figura del banco a su lado. Vio cómo movía la grieta que le hacía de boca, mientras se resbalaba por la mesa hasta terminar en el suelo.
El fiscal, desde su mesa, observaba todo lo que estaba pasando. Cuando el juez cayó al suelo, le pareció que por su lado pasaba una sombra. Se rozaron y una sensación de frío lo recorrió.
Relato inspirado en la obra «El juez [En brazos de la muerte]» de Hans Holbein el joven. https://www.metmuseum.org/art/collection/search/365196