Escena de una habitación de la edad media con gente infectada de la peste negra

La peste negra

Amanecía en el Monasterio de San Prudencio, aquella fría mañana de otoño de 1352, con el sonido del gallo. Ajeno a todos los sucesos del mundo exterior.

Las noticias que llegaban, pocas y poco fiables, para nada hacían cambiar las costumbres que regían su vida diaria. Las horas instauradas por San Benito se seguían con escrupulosa exactitud. Seis diurnas y dos nocturnas marcaba perfectamente la vida de sus moradores. La oración y el trabajo eran el fundamento de todo.

Ese espíritu había hecho de los monasterios tabla de salvación para el pueblo durante las grandes hambrunas. Había salvaguardado la cultura en sus bibliotecas y la salud en sus boticas. La vida seguía igual, que los anteriores doscientos años, prácticamente nada había cambiado. Las celdas eran las mismas, la iglesia, el comedor, incluso el huerto estaban igual. Para la hora tercia ya se dejaban oír los acordes del órgano de la iglesia, todo el mundo sabía que el francés estaba a lo suyo. Así llamaban al padre Alberico de Beaune, que había llegado al monasterio desde la Abadía de Flaran (Francia). Era un gran erudito en asuntos corales y estaba interesado en la evolución que el canto gregoriano había tenido en esta zona.

Fuertes golpes en la puerta del monasterio, repetidos sin descanso, parecían que la quisieran quebrar. Cuando la abrieron entraron dos jinetes. Los caballos a pesar de lo fresco del día tenían la respiración entrecortada. Se les veía cabizbajos y sus patas parecían a punto de doblarse. Alrededor de sus cuerpos salían nubes de vapor, se notaba que habían venido al galope.

Uno de los hombres preguntó por el Abad, venía de parte del padre Paterniano de Entrena. Un embajador Ingles, que iba para la corte del rey Pedro I, había caído enfermo y requería que el padre Ataulfo lo visitara.

El padre Ataulfo era muy conocido y querido por todas las personas del entorno. Unido a sus conocimientos de medicina y plantas estaba su calidad humana, siempre de buen humor y con una palabra amable para todo el mundo. Era muy normal verlo por los caminos de Cameros, con su mula, visitando a las gentes del entorno que requerían su presencia.

Teniendo en cuenta de quien se trataba, el padre Ataulfo pidió permiso al Abad para llevarse al padre Alberico. Aunque no tenía conocimientos de medicina ni nada parecido, dominaba el francés normando. En aquel entonces era la lengua hablada por la corte inglesa dada la ascendencia de sus monarcas.

Así pues dos horas más tarde los padres montados en sendas mulas salían del convento en dirección Entrena, localidad a la que habían llevado a la comitiva del embajador.

Desde Clavijo casi todo el camino era cuesta abajo, lo que hizo que se avanzara rápido. Pasaron por Albelda y de ahí fueron subiendo hacia Entrena. No era la hora nona cuando hacían su entrada en la villa. Los estaba esperando un hombre, que de inmediato los llevó a un anexo a la iglesia donde se encontraban los extranjeros.

Mientras pasaban por las calles, el padre Ataulfo pudo apreciar el ingente movimiento de personas y el amplio mercado existente. Con la extinción del pago para entrar en esta villa, su comercio había tenido un crecimiento enorme.

En cuanto los vio el padre Paterniano, que era el responsable de la pequeña comunidad de hermanos que allí había, se los llevó aparte.

—Padre Ataulfo —le dijo— en mi humilde entender lo mejor sería administrarle los últimos sacramentos. Le ungiría con el Santo Oleo y así lo preparamos por si acaso. De los diez miembros de la comitiva tres presentaban los mismos síntomas y él, por la experiencia de los últimos años, creía que era la peste. En cuanto llegaron y vi lo que había, mandé a buscarlo. Dos de ellos han fallecido. El otro lo hemos limpiado y lo hemos aislado en una habitación aparte. El que sigue vivo es el embajador que a duras penas habla nuestra lengua. Uno de los fallecidos era el que le servía de intérprete.

—Tranquilo padre Paterniano —dijo el padre Ataulfo— por suerte tenemos al padre Alberico que nos va a servir perfectamente para ese menester. Vayamos donde esta el embajador. Padre tenga en cuenta que si es la peste no hay nada que podamos hacer, solo mantenerlo limpio. El local habrá que mantenerlo bien ventilado y para el resto nos encomendaremos a nuestro Señor.

Hace dos años uno de mis maestros de medicina Ibn Játima, que vive en Almería, me hizo llegar un tratado, por él escrito, sobre su experiencia con esta enfermedad en Al-Andalus. En él describía los síntomas, los tratamientos que había probado y las sospechas no confirmadas de cómo se transmite. La limpieza y la higiene es la base para su prevención y erradicación. Por otro parte aquí estamos teniendo suerte, la enfermedad no es tan virulenta como en otros lugares.

Cuando pudieron ver al enfermo, el padre Ataulfo no pudo hacer nada más que confirmar lo que ya se intuía. La fiebre, los escalofríos y las diarreas, unido a las manchas oscuras de la piel, eran síntomas claros. No obstante viendo que las manchas con posible gangrena posterior, no eran muy extensas, decidió bajarle la fiebre e intentar que bebiera algo. Preparó una infusión con unas hierbas y le aplicó un ungüento en las zonas oscurecidas, cubriéndolas con un paño limpio.

No se sabe que salvó a ese hombre. Después de dos días delirando por la fiebre, que a duras penas podían bajarle, poco a poco fue estabilizándose. A la mañana del tercer día ya hablaba con el Padre Alberico. Al quinto día el hombre pudo ya ponerse en pie. A pesar de que el Padre Ataulfo le recomendó que descansara unos días más, no hubo forma. Insistió en seguir su camino hacia la Corte.

Una vez que la comitiva siguió su camino, los dos padres se volvieron a San Prudencio. El padre Alberico comentó el porqué de las prisas del embajador. Este era en realidad un hermanastro del Rey Eduardo III y venía a tratar la ayuda que Inglaterra podía ofrecer a nuestro monarca. La idea era contrarrestar la que Francia ofrecía a los seguidores de Enrique II de Trastámara, que le disputaba el trono de Castilla.

Todo eso al padre Ataulfo le importaba poco. Le preocupaba más en esos momentos el volver al monasterio y poder escribir sobre lo acontecido, el tratamiento dado y la evolución de la enfermedad en el paciente.

Tomaba nota de todo cuanto hacía y de los resultados de sus tratamientos. Decía que era importante llevar un minucioso registro porque en un futuro podía ser de utilidad.

En los años venideros esas anotaciones supusieron la vida para muchos, que desgraciadamente fueron víctimas de ese mal.

Esta entada se vuelve a subir por cambio en el programa web. Su primera edición fue: 27 de agosto de 2021