La pluma

Les daré algún dato sobre mí para que puedan hacerse una idea de lo que ha sido mi existencia.
Me fabricaron en Alemania, concretamente, en la localidad de Heidelberg, que se encuentra en el valle del río Neckar.

Los diseñadores de la factoría HF decidieron que me llamaría Kaweco. El modelo se me ha olvidado, esto fue allá por mil novecientos doce.

Fui fabricada por uno de sus mejores empleados, que se llamaba Gutberl. Era un hombre muy meticuloso y enseguida supe que yo era especial. Escribía mejor que las demás, mi trazo era limpio y uniforme.
La empresa estaba en periodo de expansión y me enviaron a Viena.

Hoy ya no existe, pero, en aquel entonces, en una bocacalle cerca del Café Central, había una tienda en cuyo escaparate me expusieron.

Desde allí vi pasar a personajes tan dispares como el profesor Freud y su colaborador, el profesor Adler, la escritora Andreas Salomé y un sinfín de personas con las que, estoy segura, hubiera sido feliz si me hubieran comprado. Ah, y un tal Hitler, un hombre bajo, con un pequeño bigote y los dedos manchados de pintura. Después él…

Y, por fin, el que nos interesa, Iósif Stalin. Un día se me quedó mirando, desde el escaparate, y entró a la tienda. A primera vista no parecía un cliente muy prometedor, descuidado en el vestir y algo zafio. Cojeaba, su mirada era fría, pero, al parecer, yo le había gustado y me compró.

Por aquel entonces desconocía de qué sería cómplice, no sabía lo que, en un futuro, debería escribir y firmar.

No quiero hacer muy largo el relato de aquellos años; me producen rabia, pena, miedo, indignación, horror. Hubo purgas, luego vino la colectivización del campo y los millones de muertos que trajo consigo. Más purgas, la II GM. Luego, lo que supuso el alzarse con el poder, dejando a un lado del camino a cuantos le hicieran sombra. ¡Cómo se labró el culto a su persona! En todas esas situaciones jugué, tristemente, un papel importante y me siento, en parte, culpable.

Sé que puede parecer una tontería, pero, cuando me fabricaron, pensé que sería utilizada para escribir obras inmortales del pensamiento humano o estudios académicos de gran importancia o quizás grandes avances de la ciencia. Incluso podría ser moneda de pago para algún avaro prestamista. Lo que nunca pensé es ser yo quien firmara todo ese horror.

Cuando en mil novecientos cincuenta y tres Stalin murió, o lo mataron, yo entré en pánico. No sabía lo que podría ser de mí. Deseaba fervientemente caer en el olvido, en el anonimato más absoluto, y si eso no era posible, a lo sumo, que me pusieran en una urna en un museo. Sería vista por todos como la pluma del líder, pero no me vería obligada a seguir sirviendo a la muerte; no quería seguir matando.

Para mí que, cuando me bruñeron, antes de meterme en un estuche, hace cuarenta y un años solo tenía pensamientos impolutos, ahora me sentía sucia. Solo quería dejar de ser útil y perderme en el olvido, entre el polvo y el tiempo, en esa codiciada urna; así penaría por el daño causado.

Nada de cuánto uno desea, y más si es un objeto, tiene importancia. Por razones que no sé explicar ni hoy ya importan, robada por un asistente, fui dando tumbos cambiando de mano en mano por unas monedas hasta perder mi pertenencia original.

Así caí en el anonimato, un deseo largamente soñado, aunque eso no logró borrar de mi pensamiento el mal que había hecho.

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