La tortura

El lugar era pequeño, un olor a orines impregnaba todo. Pero, quizás por encima, permanecía flotando el olor a dolor y miedo.

Excepto un foco de luz, que incidía en una silla donde un hombre estaba amarrado, el resto estaba oscuro.

La silla estaba conectada por cables a una mesa, donde se controlaba las descargas que se podían aplicar al que estaba allí sentado.

Todo era silencio, solo roto de vez en cuando por un quejido que se escapaba de la boca del que ocupaba en ese momento la silla.

En el espacio de la luz aparecieron, como salidas de la nada, las piernas de un hombre; de la oscuridad surgió como un relámpago una mano con porra y la cabeza del de la silla osciló de un lado al otro. De la nariz partida salió sangre y en un golpe de tos escupió dos dientes.

La mano volvió a desaparecer en la oscuridad; de allí volvían a salir las preguntas. Con una obstinación que empezaba a cansar al verdugo, el de la silla seguía sin decir nada.

Una mano se movió en el panel de control y una descarga recorrió el cuerpo del de la silla. Más preguntas sin respuesta, la mano surge de la oscuridad, nuevos golpes en pecho y piernas sacuden el cuerpo magullado.

Así una y otra vez; ahora el hombro, ahora el ojo, luego la oreja. Los golpes llegaban sin avisar detrás de cada pregunta sin contestar.

Una hora más tarde, un haz de luz iluminó el fondo de la habitación. Por la puerta abierta salió el verdugo. En su cara una sonrisa. Dentro, sujeto a la silla, los restos de un hombre destrozado.