No sé qué pensar
Siempre que pasaba por aquella calle, camino del trabajo, me fijaba en esa puerta de madera. Estaba junto a un supermercado pequeño.
No había ningún cartel, nada que indicara para qué se utilizaba. Quizás, lo que inicialmente solo fue curiosidad por una bonita puerta de madera tallada, pasó a ser casi una obsesión. Sobre todo cuando, después de varios intentos por saber qué es lo que había tras ella, nadie supo decirme nada. Es más, cuando les pregunté a los del supermercado que estaban en el local contiguo, su primera reacción fue de sorpresa. Es como si les hablara de algo inexistente. Tuve que salir con la cajera y enseñársela. Lo dicho, parecía como si fuera la primera vez que la veía y llevaba allí trabajando tres años. Con la panadera me pasó igual, le hablé de ella y no sabía nada. Nunca la había visto.
Varios intentos después, decide dejar de preguntar. Nadie parecía haberla visto hasta el día en que yo se la enseñaba. Pero lo peor es que me percaté de que, si les volvía a preguntar de nuevo por ella, su contestación era igual que la primera vez; no sabían que allí hubiera una puerta.
En el registro de la propiedad, ese local es como si no existiese. No figuraba ningún dato sobre él. En el ayuntamiento me pasó igual.
Yo seguía viéndola y me di cuenta de que me estaba obsesionando. Eso no era bueno, así que decidí cambiar de calle para ir al trabajo.
Esa decisión me duró bien poco y a los dos días volvía a pasar por delante; no podía evitarlo. Esta vez fue diferente, había decidido llamar y enterarme de qué había allí.
Ese mismo día, a la vuelta del trabajo, me paré delante y llamé con los nudillos; no había ningún timbre. Los golpes sonaron huecos en el interior y parecía que rebotaban como si fueran devueltos por el eco. Pasado un minuto, volví a llamar. El eco me volvió a responder y la puerta seguía cerrada. Me di media vuelta para irme, cuando un sonido metálico, como el soltar de un gatillo, me hizo detenerme en seco y volver la cabeza. Se había abierto unos centímetros, nadie se asomó y decidí terminar de abrirla y ver qué había dentro.
Me asomé al interior; la oscuridad era casi absoluta. Al fondo de lo que parecía una gran sala, una pequeña lámpara esparcía su pobre luz, haciendo que la oscuridad pareciera aún mayor. Sombras más oscuras se adivinaban moviéndose dentro de ella.
Como si un dedo frío recorriera mi espalda, todo el bello de mi cuerpo se erizó en ese momento. Pequeñas gotas de sudor resbalaban por mi frente. Los ojos comenzaron a escocerme y a llorar al contacto con ellas. Saqué el pañuelo para secarme y, una vez que me hice a la poca luz, la pude ver.
Junto a la lámpara encendida había una puerta, a la derecha, que estaba abierta. Me dirigí hacia ella y entré en un pasillo que daba a un vacío. Las sombras de la oscuridad, que antes apenas percibí, se hicieron más patentes y comenzaron a envolverme. Se sentía allí, dolor, miedo, angustia, pena, odio… Me asusté y, dando media vuelta, salí corriendo del pasillo.
Al rato, ya más calmado, mi curiosidad pudo al miedo y volví de nuevo a la puerta por la que había salido hace un momento. A su derecha pude apreciar una placa con una inscripción «Si non dimittuntur peccata tua». Juro que no sé latín, pero sí supe lo que allí decía «Si tus pecados no son perdonados».
Aproximándome de nuevo a la luz, me fijé que había otra puerta a su izquierda. Antes me había pasado inadvertida. Con precaución me acerqué para ver si había alguna placa, como en la otra, y si la había. Rezaba así: «Tu es qui vis», esta vez no supe lo que decía.
Entré con sigilo y pude ver una cama en la que se podía distinguir a un hombre mayor. A su lado, dos sombras no muy definidas. Una, la de la izquierda, transmitía desasosiego al mirarla; la otra, la de la derecha, una sensación reconfortante.
El hombre, que estaba medio recostado, tenía unos cojines en la espalda que le permitían estar en esa posición. Levantó la cabeza mirando a la sombra de su izquierda, y a mis oídos llegaron, como un susurro, las palabras: ¡Nunca te alimenté, fuera! La sombra a la que parecía dirigirle aquellas palabras se agitó de forma extraña y desapareció.
La otra se sentó junto al hombre. Con dulzura le agarró de la mano y poco a poco desaparecieron.
Lo último que recuerdo es una foto en la mesilla. No pude verla bien, pero me resultaba familiar.
Volví al salón. Un haz de luz cruzaba la habitación, venía de la puerta de entrada que estaba entreabierta. Confuso por lo que había visto, salí a la calle aliviado. Un golpe seco me hizo volver la cabeza, la puerta se había cerrado.
La noche ya comenzaba a adueñarse de la ciudad.
A la mañana siguiente, cuando iba al trabajo, vi con asombro que la puerta había desaparecido.
No sabía cómo interpretar aquello. Recodando las palabras del segundo cartel, las puse en el traductor del móvil. «Tu es qui vis», las recordaba perfectamente. En la pantalla apareció: «Eres quien tú quieres».
No volví a verla. Con el tiempo recordé que la foto que vi en la mesilla de la habitación del anciano era como una casa que aparecía en un cuento, que mi abuelo me leía cuando yo era pequeño. La historia iba sobre dos lobos, uno bueno y otro malo…