Plato de guindillas, para ilustrar que una cosa tan simple puede ser un verdadero placer y majar.

Pequeños placeres

Llevaba tiempo con mucho trabajo y la verdad comenzaba a pasarme factura está situación, el stress apretaba lo suyo y no tenía visos de que fuera a terminar. Decidí que el siguiente domingo saldría al monte y como no tenía ganas de aguantar a nadie me preparé para ir solo.

Hoy en día hay teléfonos móviles, GPS y otras fórmulas que nos ayudan a trazar rutas y salir mejor parados en situaciones de peligro.

Hace unos años esto no se conocía y si salías solo, siempre corrías riesgos sobre todo, porque en medio de un monte no era el lugar donde uno podía pensar en encontrar ayuda.

En esa ocasión el autobús me dejó con mi mochila en medio de ningún sitio. Mi idea era ascender por una garganta que salía desde la carretera. Subir hasta el collado y de allí ir coronando las tres cimas que tenía delante de mí, para terminar en un punto al otro lado de esos montes donde coger un autobús para regresar a casa.

Tenía siete horas por delante para centrarme en lo que había ido hacer. El día acompañaba despejado, la luz del amanecer comenzaba a sentirse por mi lado izquierdo.

Las huellas que iba dejando en la escarcha, se iban derritiendo conforme incidían en ellas los rayos del sol, cuyo calor ya poco a poco se dejaba notar. Una vez en el collado y teniendo altura sobre el valle de las Aldeas en Ezcaray, pude contemplar el bello espectáculo del mar de nubes que había debajo de mí.

El día claro y dada la altura en que me encontraba me permitía ver montes distantes cientos de kilómetros.

Después de cuatro horas ascendiendo, en una ladera con unas pequeñas islas de hierba me detuve a tomar un bocado. Lo dispuse todo sobre la hierba, la cantimplora con agua que había cogido en la subida, pan, un trozo de chorizo y un pequeño envoltorio de papel de aluminio, con tres o cuatro guindillas en vinagre.

Reconozco que disfrutar de esos pequeños placeres me llenaba de satisfacción. Contemplar las vistas a esa altura, descansar después de una subida agotadora, el placer de estar solo llenándote de naturaleza y la delicatessen de unas guindillas en vinagre era lo más de lo más.

Terminé la ascensión, bajé a coger el autobús y mientras esperaba su llegada me dije a mi mismo que era afortunado.