Peter Baley, marine
Nací. Mis padres se separaron.
En casa de mi madre, un continuo ir y venir de hombres. Muchos no duraban ni un día.
En la de mi padre, mejor estar encerrado en tu habitación cuando volvía del bar por la noche.
Por las mañanas me levantaba a las seis para repartir periódicos. A las ocho limpiaba y ordenaba el quiosco del Sr. Manuel, cuando este llegaba lo tenía todo listo y me iba al colegio.
Me gustaba estudiar, aunque algunos compañeros me trataban mal por culpa de mis padres.
Ese día no fue diferente. John, uno que iba un curso por delante, estaba contando algo a un grupo, de esos que tienen que seguir a alguien para sentirse seguros.
Cuando pasaba a su lado para entrar en el colegió, todos se volvieron a mirarme y se rieron.
John, que le gusta llevar las cosas al extremo, me llamó.
—Oye Peter, tu madre ya no es lo que era. Antes aún se le podía hacer un favor, ahora está que da pena.
No me lo pensé y soltando la mochila me lancé a por él.
Era mayor que yo, pero la rabia me pudo. Sé lo que hacían mi madre y mi padre. No me gustaba como habían terminado, pero John no era quién para insultarles.
Para cuando se quiso dar cuenta, le había propinado un par de puñetazos y una patada en la rodilla que le hizo caer.
No tuve ningún miramiento. Le golpeé la cara y cuando comenzó a sangrar de la nariz, lo pateé. Cuando paré tenía los ojos medio cerrados por la hinchazón. Lo dejé tirado en el suelo, encogido.
Los que estaban a su alrededor se habían apartado. Ninguno le ayudó.
Tuve suerte, el fiscal pidió que me internaran en un correccional. El juez, después de escuchar mi historia y oír al Sr. Manuel, tenía otra idea.
Me mandó llamar a su despacho.
—Mira Peter, estoy seguro de que eres un buen chico. Sé que John se merecía unos golpes, pero te pasaste mucho.
No obstante, sé que el correccional no es para ti. Te echaría a perder y creo que no te lo mereces.
Te voy a mandar, hasta que cumplas los dieciocho años, a una escuela militar. Ahí, puedes seguir estudiando y prepararte para ingresar luego, si quieres, en el ejército. Pero lo que es más importante, te alejará de tus padres. Vivir con ellos no es bueno para ti.
Siete años después.
—Katy, quiero que me reserves, para pasado mañana, un vuelo a Washington y una habitación, la vuelta al día siguiente por la noche. Tengo que asistir a un entierro en Arlington.
—Bien, señoría—respondió ella. Mientras seguía escribiendo, en el ordenador, los datos de la última sentencia que el juez había emitido esa mañana. Era una pena pensó «Un joven de quince años había matado a tres compañeros por un tema de drogas». Cada mañana, cuando se levantaba, solo pensaba en dejar ese trabajo. Se deprimía leyendo esos casos, que por desgracia cada vez eran más y más frecuentes.
El juez Robert Col, mientras le llevaba a la ciudad el coche que le había ido a buscar al aeropuerto, recordó la primera vez que vio a Peter Baley.
«Nunca se arrepintió de haberle mandado a una escuela militar en lugar de a un reformatorio, como pedía el fiscal.
Peter le demostró lo que él ya sabía, que era un buen muchacho.
A los dieciocho años se alistó en los Marines y su primera misión fue en Afganistán, en el marco de la Operación Libertad Duradera.
Allí, persiguiendo por las montañas a Bin Laden, su patrulla fue atacada. Rescató a seis compañeros que, atrapados en el vehículo en que iban, habían sido alcanzados por el disparo de un lanzacohetes. El tuvo que ser evacuado a un hospital, debido a los dos disparos que recibió. Un mes en el hospital, dos de convalecencia y la Medalla de Honor.
De vuelta a Afganistán, participa en diversos combates contra los Talibanes.
En el 2005, en una operación de contrainsurgencia, su grupo fue emboscado por una partida de muyahidines llegados de Pakistán.
Murió alcanzado por una bomba trampa, escondida en el bordillo del camino por el que iban. Le otorgaron el Corazón Púrpura.
Dos meses antes había recibido una carta de Peter, estaba en Kandahar ayudando a montar un hospital en un remoto valle. Periódicamente le mandaba una. No habían perdido el contacto, desde la primera visita en su despacho.
Mañana por la mañana sería enterrado en el Cementerio de Arlington.
Habían contactado con sus padres, el ejército les había comunicado su fallecimiento, pero noiban a asistirr al acto.
Dispararon las salvas de honor. El juez Robert Col recogió la bandera que el oficial le tendió. No pudo evitar que unas lágrimas se deslizaran por sus mejillas.
A veces, no tantas como quisiéramos, acertamos con las decisiones que tomamos».
Tomadas notas de: Revista Ethic y New York Times
Libro recomendado para leer, relativo a la mujer en Afganistan durante esa época.
Mil soles explendidos. Novela de Khaled Hosseini. Intresante retarto de la vida de dos mujeres afganas.