Recuerdo mi primera vez

En verano me gusta madrugar y recorrer las calles, sobre todo la parte antigua. Me encanta ir a la plaza de abastos y ver el ajetreo que hay. El repartidor de hielo picado para las pescaderías, el del matadero con su blusón blanco portando esas enormes piezas de carne. El trasiego con cajas de quesos, champiñones, verduras y frutas. En fin, una variopinta mezcolanza de personas que se afanan, en esas primeras horas, para tener todo a punto.

Siento cómo todo ese movimiento activa mis sentidos. La enorme variedad de colores, los sonidos del carnicero cortando la carne con golpes secos y el silbido del barrendero, que parece no desinflarse nunca. Y por encima de todos los olores.

Esa mezcla de olores, del que siempre sobresale el que se escapa del bar de Toni. Café solo, cortado, carajillo, con leche, americano, chocolate, churros, cazalla, aguardiente; en fin, esos olores lo impregnan todo y destacan por encima de todos los demás. Son los reyes del mercado.
Más tarde toma el relevo, el olor a beicon, choricillo, tortilla y otras diversas viandas que forman parte del consabido almuerzo.

Recuerdo la primera vez, hace ya muchos años, cuando comenzaron mis primeros paseos matutinos. Un día me metí en la panadería, atraído por el maravilloso olor que salía a la calle. Hablando con Julián, el panadero, derivó la conversación, no sé cómo, al café irlandés. Me comentó que si nunca había probado el que hacía Toni, me había perdido un verdadero placer para los sentidos. Tanto lo alabó que, a pesar de la hora, decidí probarlo.

Debo de reconocer que nunca, antes del mediodía, ingería nada que contuviera alcohol, pero ese día hice una excepción.
Aquello fue un verdadero deleite para la vista, el olfato y el gusto. Al saber que venía de parte del panadero, Toni se esmeró, si cabe más todavía, en su preparación. A pesar de tener el bar a tope, me puso un café irlandés como Dios manda.

Reconozco que soy más de coñac que de whisky, pero solo por verlo prepararlo merecía la pena, era todo un espectáculo. Primero sacó una copa, con asa, que llenó de agua caliente. Con suaves movimientos, hizo girar el agua hasta que el vidrio se calentó. Una vez retirada el agua, puso el licor y el azúcar y lo agitó todo hasta que esta se diluyó. Después, con sumo cuidado, echó el café expreso procurando que no se mezclaran. Para ello, se ayudó de una cucharilla que soportaba el impacto del café caliente. Posteriormente, montada la nata, la vertió con mucha delicadeza. A través del cristal se apreciaban tres capas bien diferenciadas.

Me dijo que lo tomara poniendo los labios en el borde y deslizara el licor y el café a través de la nata, o si prefería lo revolviera todo, eso era a gusto de cada uno. Probé la primera opción y debo de reconocer que fue para mí toda una novedad.
Desde entonces, de vez en cuando, me paro en el café de Toni y, si tengo suerte, él me deleita la vista y el gusto con su café irlandés.