Monte Shasta

Shasta y Luna

Las lágrimas que se le caían a Luna casi ahogaban a Frei, su perro. Su madre le había dicho esa mañana, que debía irse a servir al rey. Tenía que salir junto con otros gigantes de la aldea hacia la ciudad, para incorporarse a los ejércitos reales. Los gigantes eran muy apreciados desde siempre por la corona. Súbditos, obedientes, leales, buenos luchadores y con un sentido de la disciplina innato.

Luna nunca creyó que llegaría ese día, aunque sabía que era posible. Le era más fácil no pensar en ello. A sus veinticinco años solo quería quedarse en su valle. Conocía todos los animales, las plantas, los árboles, los montes, hablaba con ellos y les contaba sus cosas. Allí con su ganado era feliz.

Con la manga de su brazo se limpió las lágrimas. Miro al fondo hacia la montaña que tenía enfrente, de laderas verdes por la hierba y con hermosos abedules casi hasta la cima.

—No es justo Shasta — le dijo a la montaña—, yo no quiero irme. Me gusta estar aquí con mis padres, con mi gente y contigo. Tú llenas mi vida, sin ti yo no soy yo.

—Un penacho de nubes parecieron fijarse sobre Shasta. El viento del este movió los abedules y la pradera cambió el color verde con su impulso.

—Ya, ya sé que me entiendes y sé que no quieres que me vaya, pero no sé qué hacer. Nos debemos al rey, nuestra gente le ha jurado fidelidad. Si me escondo para no tener que ir, al final me alejo de ti igualmente.

—Se incrementó el viento y unas gruesas gotas de agua cayeron sobre el rostro de Luna. Luego un fuerte viento del sur trajo el sol. Sobre el agua del lago, que tenía delante de ella, se reflejó la silueta de Shasta.

—Llevo junto a ti toda mi vida. He aprendido a querer la naturaleza, todo cuanto me rodea y tú me has ayudado. Te quiero Shasta, me resulta muy difícil dejarte. Sé que me dices que todo pasará y que volveremos a estar juntos. Sé que me vas a esperar, pero me resulta difícil pensar en no verte. Sobre todo, cuando te llenas de flores en primavera. Cuando al lago le palpitan las aguas de renacuajos en verano y los peces saltan buscando ese insecto despistado, que vuela bajo. Cuando los bosques se llenan de vida y se tiñen de colores amarillos, ocres, marrones y rojizos en otoño. Y luego el invierno con sus grandes mantos blancos. No sé si podré vivir sin eso.

Los periodos de servicio eran de diez años. Tres después de irse, el reino fue atacado desde el sur por una nación vecina.

Luna, aun no queriendo, tuvo que luchar. A pesar de su tamaño, los gigantes no eran inmortales. Su último pensamiento fue para Shasta.

Cinco años después de su partida, en la ladera de la montaña, cavaron la tumba de Luna. Sobre ella, sus padres esparcieron semillas de muchas flores.

Todas las primaveras, en esa pradera, las flores llenan hasta el último rincón. Da igual si ha sido buen o mal año. Siempre hasta finales de verano permanece florida. En invierno no se sabe por qué, la tierra que cubre la tumba nunca tiene nieve y bellas flores azules la cubren.

Hay veces que la gente del lugar observa cambios bruscos frente a la montaña. Se cubre de nubes y se despeja. Llueve y sale el sol. En la aldea, todos piensan que ellas están contándose sus cosas.

Esta entada se vuelve a subir por cambio en el programa web. Su primera edición fue: 7 de diciembre de 2021