Siempre pendiente
La jornada no había sido agradable. Cuando salió del despacho decidió no coger el coche. El cielo, como sacado de un cuadro Sorolla, parecía una brillante lámina azul salpicada de pequeñas nubes alargadas.
Al acercarse al local de Monty, que tenía a la vuelta de la esquina, le vino a la memoria su primer despacho. Parecía que hubiera transcurrido una eternidad.
«Acabada de graduarse como abogado y tenía muchos sueños.
Más tarde, unas malas decisiones hicieron posible su cambio de despacho, la compra de una casa a las afueras con piscina y un par de coches de lujo. Así como, un chalet para vacaciones en Sotogrande.
Su afición, a casi todo lo que no debía, hizo que las amigas le durasen poco, no lo soportaban. Los amigos, salvo alguno que por interés permanecía a su lado, poco a poco le fueron dejando de lado.
Lo cierto es que él tampoco se aguantaba y aunque no lo pareciera, las cosas no le habían salido como esperaba.
Todo empezó el día en que aceptó defender a un sujeto, acusado de asesinato. Sabía que no era trigo limpio e intuía que no debía hacerlo. No obstante, como andaba falto de liquidez y le prometieron una suculenta cifra, aceptó.
A partir de ahí, a éste siguieron otros. Sin saber como, en dos años se había convertido en el abogado de lo peorcito de cada casa. Fundamentalmente, tipos extranjeros afincados aquí, aprovechando lo permisivo de las leyes».
Monty era un tipo ya mayor, bien vestido y de rostro bronceado. Dicen que en sus tiempos fue boxeador. Había sabido entender las complejidades del ser humano y era, para muchos de sus clientes, su paño de lágrimas. Tenía una filosofía de la vida que le permitía ser una especie de psicólogo, para todos aquellos que, después de unas copas, necesitaban desahogarse. Su virtud era saber escuchar y jamás sermoneaba a nadie. De ahí que, Álvaro de Pinto y Saldelos, abogado, esa tarde decidiera ir a tomarse un gin-tonic a su local.
Tras pasar, de la luz y el calor de la calle al frescor del establecimiento y la agradable semipenumbra, respiró aliviado. Se dirigió a un lado de la barra y le hizo el pedido al camarero. Cuando tuvo la bebida delante, le dio un gran sorbo.
—¿Qué, hay sed? —le preguntó un hombre que se acababa de sentar a su lado.
—Perdone, no quiero ser descortés, preferiría no hablar. El día no ha sido bueno y el silencio me vendría bien.
—Lo entiendo perfectamente, si yo estuviera en su lugar, también me encontraría como usted ahora, sin saber qué hacer, casi desesperado.
—No le conozco y usted no sabe nada de mí y menos de como estoy. Le pediría que me dejara en paz.
—Tranquilo, hombre, que estoy de paso. Solo he venido a saludar y presentar mis respetos. Por el camino que lleva, estoy seguro de que o sus vicios o sus clientes acabarán con usted. Solo estoy vigilando mis negocios, controlando mis próximos clientes. No quiero que alguno se me arrepienta a última hora y se enderece. Soy muy meticuloso y me gusta que todo vaya bien.
—Pero ¡Quién es usted! ¡Qué tonterías dice! —desesperado, se volvió hacia la mesa donde se sentaba Monty y le pidió que se acercara.
—¿Qué pasa? —le preguntó mientras se sentaba a su lado.
—Este hombre —señaló con la mano— parece que tiene ganas de hablar y yo no tengo ninguna.
—Me parece que te ha sentado mal el gin-tonic. A tu lado no hay nadie, el asiento está vacío.
Cuando miró hacia donde había estado, el hombre comprobó que, efectivamente, no había nadie. La puerta del local se abrió y se vio, a contraluz, la figura de alguien que salía.
Parecía ir vestido como con un hábito de monje con capucha. En la mano llevaba un palo largo curvado en la parte de arriba. Le recordó a una guadaña.
Unas gotas de sudor, se deslizaron por su nuca hasta el cuello almidonado de su camisa de 300 dólares.