Mister Butcher

Mister Butcher era un hombre tranquilo. Nunca nadie pudo decir, que lo había visto alterado, nunca.

Los que lo conocían solo tenían palabras de elogio para él. Era lo que en esos momentos se denominaba un perfecto caballero.

Tenía una casa de dos plantas a la salida de la ciudad, en medio de un pequeño bosquecillo de abedules y abetos.

Tenía mujer y una hija. Eran su debilidad, se desvivía por ellas.

Claudia, la niña, tenía seis años y al igual que su madre tenía el pelo lardo rizado y de un rubio intenso. Su madre se lo sujetaba con un preciso lazo en la cabeza.

Su padre le llamaba su potrillo, quizás por la especie de cola de caballo que le dejaba el lazo.

Butcher tenía un negocio de importación de vinos y licores. Teniendo en cuenta como vivía, se podía decir que el negocio le iba bien.

Parecía que la vida le sonreía, muchos se hubieran cambiado por él.

Era hombre de costumbres fijas. Todos los días iba a la oficina a la siete en punto. Despachaba con su secretario los asuntos pendientes y hasta las once no se movía de su despacho.

A esa hora salía a almorzar, para volver a la oficina una hora más tarde, y a las cuatro, como un reloj, volvía a su casa para estar el resto del día con su familia.

Esa rutina solo se debía alterada un viernes de cada tres. Ese día cargaba en la calesa los útiles de pescar y se iba al río a pasar el día.

Su única pasión conocida, aparte de la familia, era esa.

El viernes 29 de julio de 1910 siguiendo su costumbre se fue de pesca, para las siete se le pudo ver saliendo del pueblo en dirección al río. Distaba unas cuatro millas de su casa.

Al pasar por un bosque que había sobre un altozano, se desvió y por un camino casi inexistente se perdió entre los árboles.

Después de andar un par de millas, paró junto a una casa. En el porche había un hombre, al que saludo mientras se bajaba del vehículo.

—Está todo listo, John —pregunto nuestro hombre.

Este asintió con la cabeza mientras se volvía y entraba en la casa.

Butcher fue detrás.

En una habitación de la planta baja, que no tenía ventanas, colgado del techo por las muñecas, había un hombre.

Era mayor, vestía un pantalón de color indefinido y lleno de remiendos y una camisa a cuadros. Vestimenta habitual de los granjeros de la zona.

Sangraba por la nariz, parecía que ya le habían golpeado.

—Bueno Levinsky ¿tienes claro ya, que voy a conseguir lo que quiero? —dijo Butcher dirigiéndose al hombre colgado.

Este por toda respuesta le escupió.

Mientras se limpiaba la cara le fue comentando lo que iba a pasarle si no le vendía sus tierras.

De un maletín que había entrado sacó, dejando encima de la mesa, diversas herramientas. Un serrucho, un martillo, unas tenazas, puntas de gran tamaño, un infiernillo de petróleo y unas barras de hierro como de tres palmos de largas con una empuñadura de madera.

—Teniendo en cuenta lo que te acabo de comentar y viendo los útiles que he sacado, entenderás que voy a conseguir tus tierras. De una forma u otra. Si me las vendes, te pago lo que te ha dicho John y te vas tan contento. Si no, me obligarás a mostrarme desagradable y al final firmarás igual. Puede que con dos dedos menos, o una oreja, o un pie, como le pasó a tu vecino hace un mes. No quiso firmar y al final lo hizo, pero cojo —mientras decía esto cogió un martillo y la tenaza.

El silencio se vio roto por los aullidos que el hombre colgado daba.

John lo despertó del desmayo con un cubo de agua que le echó encima.

Dos horas más tarde y cinco cubos de agua, Butcher se lavó las manos, se quitó el delantal y metió el documento en un bolsillo. Se puso la americana y salió de la casa.

En el porche, respiró el aire puro, lleno de fragancias del bosque.

Poco a poco se había hecho con una buena cantidad de tierras en el condado de Tulsa (Oklahoma), literalmente sus tierras estaban a rebosar de petróleo.

Había olido el negocio hace tiempo y supo ir comprando tierras. La gente no sabía su valor y para los reacios a vender supo convencerles.

Se marchó de vuelta a su casa, en la cesta, unos pescados que John le había facilitado para cubrir las apariencias.

Unos meses más tarde, mientras visitaba unas nuevas tierras adquiridas a su manera, por descuido se metió en una surgencia de petróleo que había en medio de un prado. Poco a poco, como si fueran arenas movedizas, fue hundiéndose más y más. A lo lejos vio que había unas personas, grito y grito pidiéndoles su ayuda.

Las cuatro personas que había, un cojo, un tuerto, uno sin oreja y otro sin dedos a pesar de oírle, ni se movieron. Cuando desapareció tragado por la masa negra viscosa, dieron media vuelta y se alejaron.

Esta entada se vuelve a subir por cambio en el programa web. Su primera edición fue: 24 de junio de 2023