Calor y frio en Laponia
Parte I Davvit
Una mano agarró con suavidad el hombro del joven, que dormía plácidamente, sacudiéndolo hasta que despertó.
—Arriba Davvit—dijo el hombre— es hora, hoy es el día.
El joven dio un salto y salió de la cama como disparado por un muelle.
—Pensaba que no iba a poder dormir por los nervios, pero no, he tenido una noche de lo más tranquila —dijo Davvit mientras miraba cariñosamente a su padre.
Desde que tenía ocho años y recibió de manos de este su primer arco, hasta el día de hoy, que cumple los dieciséis, había practicado y perfeccionado su uso.
Conforme iba mejorando, su padre le regalaba un arco más potente. Hoy, era el día en el que recibiría un arco de adulto. Hoy era el día en el que, según la costumbre ancestral de su tribu, se convertiría en hombre.
Para ello se iba a celebrar una ceremonia en la que recibiría ese arco y él, para demostrar que estaba preparado para esa nueva etapa, debería salir al bosque y cazar un alce.
En Davvit estaban profundamente ancladas las historias que su abuelo materno le contaba, y para él, era casi una obligación pasar esa prueba.
No era un Sami puro, su abuelo paterno había llegado a Finlandia en 1940, con un grupo de voluntarios, para luchar en la guerra contra Rusia. Se llamaba Johannes y descendía de finlandeses, que habían emigrado a América allá por 1850. Luego luchó en la guerra de Laponia, donde conoció a su abuela Saradi, en una comunidad Sami. Se casaron y ahí comenzó todo.
Más tarde nació su padre, Hugo, que se casó con Märja que, como su abuela, era Sami. Y luego llegó Davvit que, como ya sabéis, bebía de las historias que su abuelo Kivi le contaba.
Ocho años disparando un arco, había fortalecido su cuerpo y era poseedor de una gran destreza. Cuando llegara a los veinte, seguro que sería uno de los mejores cazadores.
Bajó a la cocina, encima de la mesa estaba su nuevo arco. Se quedó boquiabierto. Era largo, de madera de tejo, color miel brillante, con una empuñadura de cuero casi blanco; a su lado un carcaj de piel de reno con unas flechas de caza.
Lo cogió con miedo a que se desvaneciera en sus manos. Estaba pulido, liso por completo, y la grasa que le dieron una y otra vez, le confería un tacto sedoso.
Emocionado, se abrazó a su padre. Luego la ceremonia en la casa comunal, que la pasó como en una nube, y el bosque.
Llevaba andados varios kilómetros. A la espalda una mochila, a un lado el carcaj con las flechas y en su mano izquierda el arco montado.
Después de cruzar un pequeño arroyo, vio unas pisadas que salían del agua, su corazón dio un salto. Eran las primeras huellas de alce que había visto en todo el día. Sabía que debería pasar la noche en el bosque, no le importaba, no era la primera vez ni sería la última que lo haría. Debía seguir las huellas y localizar al animal. Comprobó que estas eran recientes y, con sumo cuidado, procedió a rastrearlas. Subió la ladera de la colina alejándose del agua.
Una hora más tarde, a contraluz en la cornisa de la ladera, lo vio. Era un macho, no era el más grande que había visto, pero era un buen ejemplar.
Comprobó que el aire venía de frente, cosa que le favorecía, así el alce no podía olerle. Sacó una flecha y la colocó en el arco. Con sumo cuidado se fue acercando, pisando con la punta de la bota y deslizando la suela para no hacer ruido.
Poco a poco se fue aproximando. Ya veía perfectamente su silueta contra el cielo. Ya visualizaba el lugar donde debía clavar la flecha. Ahora solo era cuestión de acercarse, lo suficiente, para tener un disparo certero.
Levantó el arco y comenzó a tensar la cuerda. Los miles de veces que había repetido este gesto facilitó que lo hiciera sin mirar. Las ochenta libras de fuerza y la pesada flecha de tres cuchillas le garantizaban la rápida muerte del animal.
Iba a disparar la flecha cuando el alce dio un salto, desapareciendo al otro lado de la colina. Destensó el arco, preguntándose qué había pasado. No había oído nada y el aire seguía soplando a su favor.
Corrió ladera arriba hasta alcanzar la cima y pudo ver, abajo entre los árboles, las astas del alce sorteando las ramas.
Decidió bajar al valle detrás de él y buscar un lugar donde acampar cerca de un arroyo. Mañana trataría de seguir su rastro. Aunque no oscurecía en toda la noche, llevaba todo el día andando y necesitaba descansar.