La llamada
La llamada me sorprendió. La pantalla del móvil indicaba un número para mí desconocido. Dudé antes de contestar, pero al final lo hice.
—¿Diga?
Tras un breve silencio, escuché una voz que no oía desde hacía años.
—Hola, hijo…
Al oír esas palabras, sentí que algo dentro de mí se tensaba. Era mi padre. Su voz sonaba cansada. Hacía años que no hablábamos, que no existíamos el uno para el otro. Desde la muerte de mi madre, cualquier lazo que aún pudiera unirnos se había roto.
—¿Qué quieres? —pregunté, sin disimular la frialdad que sentía.
Al otro lado de la linea, solo silencio. Largo, denso.
Mi mirada se posó en los planos que cubrían la mesa. Ingeniería naval, mi vida. La que él había despreciado.
—Llevo mucho tiempo pensando en nosotros —dijo al fin.
—No pensé que volvieras a querer saber de mí —respondí con ironía.
—Sé que fui muy duro contigo… Quizás, demasiado.
Cerré los ojos unos instantes. ¡Cuánto me hubiera gustado haber tenido esta conversación hace años! Cuando él aún me importaba.
—Lo hecho, hecho está.
—Pero no quiero que termine así —dijo con voz entrecortada.
Su voz sonaba frágil, no era la voz imperiosa con la que yo le recordaba. La imagen que tenía de él estaba congelada en el tiempo: el abogado rígido, inflexible, con una mirada severa que nunca encontraba motivos para estar orgulloso de mí.
Desde niño quiso que siguiera la tradición familiar, que me convirtiera en abogado como él, como mi abuelo y mi bisabuelo antes que él. Pero yo soñaba con el mar, en construir barcos; siempre quise ser ingeniero naval. Cuando supo lo que quería estudiar, la discusión fue feroz. Durante semanas no nos hablamos. Al final se rindió, no porque lo aceptara, sino porque creyó que yo no merecía el esfuerzo. Para él, solo era el hijo que lo había decepcionado.
Pensé en colgar. Olvidar la llamada y olvidarme de él. Pero algo me hizo desistir.
—He estado enfermo —dijo tras un largo silencio.
—Lamento oír eso —respondí sin demasiada emoción.
—Sé que no fui el padre que necesitabas.
Por las ventanas de mi despacho se oía el rugir del océano. Ese mar me había servido de refugio en muchos momentos: salvaje, impredecible, inmenso. Había sido el padre que necesitaba; siempre estaba ahí.
—No sé si quiero verte, papá.
—Lo entiendo —dijo con pesar.
Por vez primera, sentí que sus palabras no eran las del abogado, sino simplemente las de un padre.
Miré por la ventana y allí, con la vista puesta en el océano, pensé que quizás nos quedara algo pendiente.
—Está bien —dije.
No fue un perdón. No fue una reconciliación. Solo una puerta entreabierta.
Y quizás, solo quizás…