El sueño americano…
Parte I
Mientras volvía a casa, Guadalupe iba pensando en su situación. Ella y su marido habían entrado, de forma ilegal, en los EE. UU. El reclamo de la tierra de las oportunidades era grande. Ese canto de sirenas, que al oído de muchos de sus paisanos, sonaba a música celestial.
Para ir tirando habían ido, de acá para allá, aceptado cualquier trabajo que les saliera al paso. La mayoría, trabajos de mierda. Como es bien sabido, lo que no mejora empeora, y en su caso no fue una excepción. Al final, terminaron en Charlotte (Carolina del Norte). Allí José, su marido, terminó trabajando para Manuel, un pequeño traficante que había llegado de Méjico como ellos.
Sabiendo de donde venía el dinero, al principio ella se opuso, pero poco a poco, fue aceptando la situación. El recuerdo del tiempo que pasaron yendo de un lugar a otro, peleando por un trozo de pan y esquivando los moscones que se le acercaban, atraídos por su belleza, le ayudaron a tomar esa decisión.
Como suele ocurrir, «la felicidad dura poco en casa del pobre» y José terminó engullido por el ambiente en el que se movía. Se enganchó a las drogas y las peleas en casa comenzaron a ser habituales. Guadalupe era la que se llevaba la peor parte.
Un día recibió una llamada de la policía, José había muerto en una pelea. Dos tiros en el pecho habían acabado con él.
No se puede decir que se alegrara, porque no fue así, lloró a José acordándose de los momentos felices que habían vivido, pero una vez enterrado, metió en una bolsa cuatro cosas y se marchó. Decidió alejarse de allí. Se había quedado sola en un país que nunca les quiso.
Al principio encontró trabajo en las plantaciones de tabaco de Virginia, pero era agotador y el sueldo miserable. Probó en un McDonald’s, limpiando en moteles de carretera…
Los trabajos no le duraban mucho. La mayoría de las veces tenía que irse porque algún jefe o compañero se le insinuaba, no entendían que los mandase a la mierda.
Había pasado más de un año cuando decidió volver a Charlotte, una amiga le había buscado un empleo. No era ni con mucho un buen trabajo, pero ya estaba harta de ir de un sitio para otro.
—Hola Guadalupe —oyó que le decían un día cuando estaba comprando en un supermercado.
Reconoció la voz. Era Manuel, el jefe para el que había trabajado su marido.
—No esperaba encontrarte, desapareciste nada más morir José. Te estuve buscando, pero no hubo forma, me dijeron que te habías ido a los campos de tabaco. Quería que supieras que apreciaba a tu marido, sabes que formamos una familia y que nos ayudamos.
—Mira Manuel, te agradezco tus palabras, pero tengo muchos problemas y tú serías uno más.
—Pero no seas así Lupe, ya sabes que te aprecio como apreciaba a José.
—Manuel, si llamas aprecio a estar siempre intentando llevarme a la cama, sí que es posible que me apreciaras. Nunca te importó que estuviera casada, con el que tú decías que era como un hermano para ti.
—No digas eso, me he enterado de que andas de aquí para allá y quiero ofrecerte un trabajo. No es nada del otro mundo, pero te permitirá ir tirando. Y no voy a meterte mano, salvo que tú quieras. Por el recuerdo a tu marido quiero ayudarte como haría cualquier familia. Sé que no querías que José trabajara en esto, pero eso es agua pasada. Mañana vas a esta dirección. Necesito alguien para que controle todo el proceso, desde el manipulado hasta la salida de la mercancía. Es difícil encontrar gente de confianza. Tengo que estar siempre pendiente de que no me roben, contigo sé que no haría falta.
Guadalupe cogió el papel con la dirección y cargando con la bolsa de la compra salió sin decir nada.
Manuel sabía que aceptaría. Había indagado un poco sobre su vida, acababa de perder su trabajo y el casero la quería echar porque no le pagaba.