El vacío de los jueves (I parte)

Silvia olvidaba los jueves.
No es que se olvidara de algún detalle o que los recuerdos le resultaran confusos, no, desaparecían por completo. Era como si alguien arrancara una página entera de su semana y dejara el resto intacto.

Durante años no le dio mucha importancia. Consultó a innumerables médicos y todos coincidían: no había lesiones, ni epilepsia, ni trauma detectable. Esa amnesia suya, circunscrita a un único día, era para ellos «inexplicable», «anómala», «peculiar». Ante la falta de respuestas, lo anotaban en su historial clínico como rareza o curiosidad médica. Eso era todo.

Silvia aprendió a convivir con ese vacío. Hasta que un viernes, cuando volvía de hacer la compra, encontró la puerta trasera de casa mal cerrada. No habían forzado la cerradura y, en apariencia, todo parecía normal. Pero al entrar, escuchó los maullidos de Lucas, su gato, cerrado en el cuarto de baño. Ella nunca lo dejaba encerrado. Y en el aparador, donde dejaba las llaves, había una figurita de porcelana y un libro antiguo que no los reconocía.

Recorrió la casa, no parecía que faltara nada, las ventanas estaban cerradas y si alguien había entrado, lo había hecho sin forzar nada.
No entendía lo que pasaba, ¿se habría olvidado de cerrar la puerta? ¿Lo habría dejado todo así ella misma?
No recordaba nada y eso era, sin duda, lo peor.
Mientras ordenaba las compras en la cocina, vio una nota pegada en la encimera.

«No vuelvas a dormirte un miércoles».

Se quedó inmóvil, perpleja. Era su letra, quizá un poco más enérgica… pero suya, aunque no recordaba haberla escrito.
¿Y si ella lo había hecho? ¿Y si se estaba dejando mensajes a sí misma? ¿Y si había otra Silvia paralela, que vivía los jueves?

Instaló cámaras en toda la casa y el viernes siguiente, al despertarse, encendió el portátil con ansiedad. Revisó las grabaciones, y nada. Las imágenes pasaban del miércoles al viernes sin cortes, como si el jueves no hubiera existido.

La empresa de seguridad confirmó que no había fallos técnicos.
—No hay explicación —dijo el operario, igual de perplejo que ella—. El jueves simplemente no está.
Silvia siguió mirando la pantalla, como esperando que al final surgiera algo.
La nota de la encimera tomó fuerza en su cabeza.

«No vuelvas a dormirte un miércoles»

Esa noche decidió que el próximo miércoles no dormiría.

Durante los siguientes días se preparó. Comida ligera, nada de alcohol.
Revisó el sistema de cámaras, todo estaba bien.
El miércoles por la noche cenó poco, encendió la televisión, se arropó con una manta y esperó.
Las horas pasaban lentas.
A las tres y dieciocho exactas, sintió un vacío recorrer su cuerpo y el mundo pareció difuminarse.

El viernes se despertó en el sofá, con un ligero dolor de cuello y la boca seca.
Otra vez, el jueves había desaparecido. Las cámaras no mostraban nada.
En la mesa del salón encontró una cajita antigua, de metal ennegrecido, y las bisagras desgastadas. En su interior, una fotografía en blanco y negro de una mujer que se parecía a ella, pero más joven.
Junto a la foto, una nota manuscrita, con su letra.

«No lo recordarás hasta que estés lista».

Silvia empezó a pensar que no se trataba de un problema médico. Nadie le estaba quitando los jueves, algo a alguien se los estaba haciendo vivir de otra forma.

Pensó en la fotografía, en la nota, en su letra en la que se reconocía sin recordarse. En el rostro de la mujer tan parecida a ella.
Buscó en foros: amnesias disociativas, vidas paralelas, entes abstractos, brujería. Nada coincidía con lo que a ella le estaba pasando, pero el sábado encontró un artículo que le llamó la atención.
Una mujer desaparecida en los años sesenta, se llamaba Clara, Clara Martín López. El mismo nombre y apellidos que su madre.
En la foto del artículo, se reconoció a sí misma, más joven, con otro peinado y un vestido de otra época.
Según se indicaba, había ocurrido en la pedanía de Buci, en los Ancares, en las montañas de León.

No se lo pensó, hizo las maletas y el domingo, antes del amanecer, ya estaba conduciendo hacia allí.

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