La paciencia del pescador
Era un magnífico día de primavera y una suave brisa llegaba a esa hora procedente del mar. El sol, una vez vencida la bruma que lo tapaba, se elevó limpio sobre el horizonte. Poco a poco en su lento ascenso lo fui siguiendo hasta que, a eso de las doce, cuando estaba ya muy alto, me encontré al final de la playa junto a unas rocas. Sobre ellas había un hombre pescando, sentado en una silla.
Desde la playa parecía mayor y conforme ascendí a las rocas y me aproximé, pude comprobar que efectivamente era un hombre mayor como de unos ochenta años.
Estaba sentado en una silla de patas bajas, apoyado en el respaldo. Su gorro de paja de ala ancha, le tapaba medio cuerpo. Junto a él, colocada en un gancho de metal clavado en el suelo, había una caña de pescar cuyo sedal se perdía en el mar. A lo lejos, se podía apreciar donde terminaba el hilo. Un flotador rojo se mecía mansamente al vaivén de las olas.
Me senté debajo de un pequeño pino, un poco detrás del anciano, no quería importunarle y me apetecía observarlo. Junto a la silla tenía una nevera, supuse que tendría bebida fresca o quizá solo fuera para llevar los peces que pescara. Pude apreciar lo desgastado de su ropa, en especial la camisa, se le veía el cuello y los puños rozados. También los pantalones tenían los bajos rotos y varios agujeros en las rodillas, si fuera un chico joven diría que va a la moda, pero a él no le pegaba.
No sé por qué me dio por pensar que era viudo y que vivía solo. Quizá por el aspecto de la indumentaria, posiblemente de tener esposa no le dejaría salir así a la calle.
El sonido rítmico del mar al chocar suavemente contra las rocas, producía una sensación de calma e invitaba a cerrar los ojos y echar una cabezadadita. Eso es lo que parecía que estaba haciendo el pescador.
Yo no era muy entendido, pero si lo suficiente como para apreciar que, la afición a la pesca del hombre le venía de antiguo. Lo decía en base al material, era de buena calidad, pero se veía muy usado. La base de la caña donde el carrete se sujeta se veía descolorido por el roce. Una de las bridas la tenía agarrada con un alambre.
Mientras, mi mente se perdía en otros pensamientos me dejé llevar por la tranquilidad del momento. Al rato, como se hubiera saltado una alarma, volví al presente de golpe.
Todo seguía igual, el pescador tranquilo ajeno a todo, dormía plácidamente mientras la caña, como si estuviera en modo automático, hacía su trabajo.
Serían las dos de la tarde y el sol caía a plomo. Debajo del pino a la sombra, con la pequeña brisa del mar, se estaba bien. Pensé, al sol debe estar achicharrándose. Estas personas mayores, mira que tienen aguante y paciencia. Yo había llegado a las doce, eran las dos y él seguía ahí tan tranquilo.
Claro que, si nadie le esperaba, era un sitio tan bueno como otro para matar el rato. Además, puede que en sus tiempos mozos hasta hubiera sido pescador, vete a saber.
Desde donde yo estaba, lo que le veía de las manos no parecía que estuvieran encallecidas por el trabajo manual del mar. Tenía manos arrugadas, pero parecían finas. ¡Quizá fuera maestro! En el suelo junto a la nevera se veían dos libros. Una persona de su edad en esa zona o trabajaba en el mar o en el campo, no tenían las manos finas.
Bueno, esto es pensar por pensar, igual resulta que es ingeniero de minas y está aquí retirado. Igual de joven compró una casa cuando estuvo aquí haciendo prospecciones en los años ochenta. En esa época la ESSO, entre otras cosas, estuvo buscando metales por media España.
Puede que le gustara el lugar, cosa que por otra parte no me extraña. Es un sitio precioso y quizá al jubilarse decidiera vivir aquí.
En ese momento un ruido metálico se escuchó junto al hombre. El sedal daba tirones y la caña se doblaba. De la parte superior colgaba una pequeña campanilla, de ahí ese sonido.
El hombre pareció no enterarse. Pues sí que estaba dormido pensé. Me dirigí hacia él y tocándole el hombro intenté despertarle. Ni se movió. Lo agité un poco más fuerte. En ese momento se inclinó hacía mí y cayó al suelo.
Una hora más tarde el médico, respondiendo a la llamada que hice al 112 me indicó que había fallecido. Posiblemente por un infarto.
La enfermera que vino con él me dijo que ella se encargaría de todo, conocía a Genaro de toda la vida. Había sido alguacil y sacristán desde los dieciocho años hasta jubilarse. Ahora tenía ochenta y cinco. Lo peor era como decírselo a Asunción, su mujer. Regentaba una tienda, donde vendía artesanía de bolillos que ella misma hacía. Tenía ochenta años y unas ganas de vivir que eran dignas de admiración. De todas formas, más valía que fuera a decírselo cuanto antes, para que no se enterara por otro lado.
Llevaban dos años con la espada de Damocles encima de la cabeza por sus problemas de corazón y al final había caído.
Esta entada se vuelve a subir por cambio en el programa web. Su primera edición fue: 11 de agosto de 2021