Valle de los monumentos, Arizona USA

Leyenda

Parte cuatro

Tras hablar con Thomas, Noah volvió a la Interestatal 40. Aún tenía por delante seiscientas cincuenta millas y hacía tiempo que no recorría grandes distancias, en su Harley del 78. Cuando terminó el posgrado con veinticuatro años y decidió irse a ver mundo, su tío John se la regaló. Él la tenía parada y sabía que Noah la quería. De hecho, muchos veranos en vacaciones, le había ayudado a repararla y la manejaba perfectamente.

Mientras circulada hacia el este, recordó cuando hizo hace unos años el mismo camino.

«Con cuatrocientos dólares, su cuaderno de dibujo y su Harley del 78, decidido a recorrer los Estados Unidos. En esos momentos su vida, en un intento de abrir nuevas vías de expresión con su pintura, se vio inmerso en una espiral de drogas y alcohol. Estuvo dando tumbos de aquí para allá hasta que un día, por esas casualidades de la vida y perdido en medio del desierto, terminó de noche a la entrada de un pequeño poblado de adobe. Agotado como estaba, se bajó de la moto y en un cobertizo que encontró se dejó caer y se durmió.

Un lejano sonido, que le pareció a un balido de oveja, le comenzó a golpear el cerebro. Un poco aturdido aún por el sueño y la mala noche al raso, notó que una cosa húmeda le frotaba la cara. Cuando abrió los ojos un niño, envuelto en polvo con una cinta en el pelo, le miraba fijamente. Mientras apartaba al perro que le chupaba la cara, vio que estaba rodeado de un montón de ovejas. Medio incorporado intentó espantarlo y del manotazo perdió el equilibrio, terminando en el suelo. El niño le acercó un cubo con agua. Ávidamente, se lo llevó a la boca y después de beber hasta casi reventar, se echó el resto por encima de la cabeza.

Ya más despejado, miró con más atención al niño. Sin duda era un indio, posiblemente navajo. Los últimos días había estado recorriendo la Nación Navajo y podía identificar su raza, casi con total seguridad.

—¿Dónde estoy?—preguntó al niño. Este salió corriendo hacia el poblado.

Al rato vino acompañado de un anciano vestido con una camisa, un pantalón y un cinturón, similares a los del niño. En su cabeza una cinta sujetaba su abundante cabellera blanca.

—Hola buenos días, si me acompañas podrás lavarte y comer algo —dijo el anciano en un más que aceptable inglés.

Noah no se lo pensó y haciendo un gran esfuerzo se puso en pie y siguió al anciano hasta el poblado. Las casas estaban construidas a lo largo de un farallón de piedra que había en el pequeño valle. Aunque el entorno era árido, había humedad, prueba de ello eran los árboles que daban sombra a las casas. Se paró junto a una mesa que había en un sombrajo a la entrada de una casa, por cuya puerta se había metido el anciano. Al poco salió y dejo sobre la mesa un cuenco de arcilla con leche, una pequeña torta de maíz, unos frutos secos y un plato con un guiso de cordero. El anciano le llevo a un lado de la casa, donde había un recipiente de barro en el que puso agua para que se lavara. Lo dejo allí y él fue a sentarse a la mesa esperando a que terminara.

Cuando volvió le invitó a sentarse y comer. No hizo falta decírselo dos veces, Noah dio buena cuenta de toda la comida en un abrir y cerrar de ojos. Se notaba que tenía hambre. Mientras el anciano lo observaba con los ojos entrecerrados, parecía que estaba mirando dentro de él».