Paredes en un cañón de Arizona , USA

Leyenda

Parte cinco

Era bien entrada la noche cuando llegó a Winslow, al sur de la Reserva Navajo. Ya no estaba acostumbrado a esos largos recorridos en moto, no se tenía en pie. Buscó un motel y, después de tomar un bocado en un local cercano, se fue a dormir.

Con las primeras luces del amanecer, Noah se vio rodeado de un paisaje desértico de tonos ocres, no por conocido, menos bello. Las rocas que le rodeaban formaban extraños dibujos.

Se dirigía a un pequeño poblado cerca del cañón de Chelly.

Tres horas después estaba sentado en la misma mesa en la que hace unos años desayunara, después de una larga marcha en moto. Hoy, no se reconocía en esa persona.

Delante de él estaba Natahowa (el que tiene la mano en la tierra). Estaba casi igual de viejo y eso que habían pasado varios años. También estaba, igual que en aquella ocasión, su nieto Woshute (el que siempre anda). Este ya era todo un joven fornido, que igual que entonces curioseaba con mucho detalle la moto.

—¿Sabes llevarla? —le pregunto Noah.

Los ojos del joven brillaron, mientras asentía con la cabeza.

—Date una vuelta con ella mientras hablo con tu abuelo. Y ten cuidado, tiene mucho nervio.

No hizo falta repetírselo. Un minuto más tarde, envuelto en polvo, desaparecía de la vista de ambos.

—Bien Noah, ¿qué te trae por aquí? Sé que no es una visita de cortesía.

La verdad es que desde su primer encuentro había ido a verlo en varias ocasiones, pero esta vez el anciano supo intuir que no era una visita más.

Noah comenzó a contarle lo del dibujo de Hilary. Lo que ella había hecho con la pintura «sangra tierra». Lo que le había pasado y que se encontraba en el hospital, al borde de la muerte.

El anciano escuchaba con atención. Le hizo unas preguntas sobre la parte del cuerpo donde la había mezclado y con que otra pintura. Le preguntó los síntomas y qué decían los médicos.

Movió la cabeza y su gesto no dejaba lugar a dudas.

—Noah, eso que me cuentas no es nada bueno. Tú sabes que esa pintura tiene que usarse de una manera determinada. La «sangra tierra» poco a poco va invadiendo el cuerpo y se apodera de él. Fallan los órganos, se ralentizan sus funciones y uno se queda seco, como una fruta cuando la pones al sol para quitarle el agua.

No sé qué puedo hacer. Si fuera una persona de nuestro pueblo, se podría intentar hablar con nuestros antepasados, pero en este caso no se si eso funcionaría. Si quieres, podemos hacer un viaje e intentar hablar con los espíritus y ver si ellos nos pueden ayudar. Sabes que eso tiene su riesgo y tú debes ayudarme. Yo intentaré comunicarme con ellos. Mientras tanto debes permanecer junto a mí, para guiarme desde tu plano semiinconsciente. No quiero perderme en ese mundo y no poder volver. Tú serás la luz en mi camino de vuelta.

Natahowa preparó la cueva donde iba a tener lugar la ceremonia. Noah sabía lo que debía hacer. Ya había ayudado en un viaje similar, en otra ocasión.

Se lavaron todo el cuerpo y se pusieron una túnica beige. Entraron en la cueva y alrededor de una pequeña hoguera se sentaron. Estaban uno frente al otro. Un poco apartados Woshute y tres indios más, con unos tambores y un miskasi (un instrumento que emitía un sonido metálico y seco al ser golpeado).

Natahowa, en un cuenco que había llenado con agua, echó unas hojas y lo puso al fuego. Al poco rato lo sacó y tras machacar las hierbas, añadió unas gotas de un pequeño recipiente y lo mezcló todo bien.

Mientras todo esto ocurría, los indios comenzaron a entonar un sonido profundo y repetitivo al compás de los tambores, que sonaban de forma lenta y constante. De vez en cuando bajaban de intensidad y se oía el miskasi. Era como una nota discordante, que rompía la monotonía de los tambores.

En un momento dado, el anciano pasó la bebida a Noah que tomo un sorbo. Luego, le añadió algo más y se la tomó él. Comenzaron a moverse al ritmo del sonido de los tambores. Poco a poco la intensidad fue subiendo y notó como que el anciano tiraba de él. Se miró así mismo y se vio desde arriba. Él y Natahowa estaban flotando en una casi oscuridad con el sonido de los tambores de fondo, cuando comenzaron a escucharse unos extraños ruidos guturales. Solo ellos eran audibles, lo inundaban todo.

Oyó al anciano hablar. No entendía nada de lo que decía.

El tiempo iba pasando y Noah notó que alguien, desde el interior de esa negrura, le llamaba. Estaba como ido, pero se oyó diciendo ven aquí, aquí fuera, sigue la luz del fuego, ella te guiará.

De repente el anciano le agarró la mano y, como si de ambos tirara alguien con fuerza, parecieron aterrizar donde estaban sentados.

Los tambores ya no sonaban, todo el mundo se había marchado, el fuego estaba apagado. Salieron de la cueva. Fuera, una maravillosa noche estrellada les aguardaba. Habían estado dentro varias horas.

Se sentaron a la mesa en la entrada de la casa de Natahowa. Alguien les había dejado unos recipientes con leche, unas tortas de maíz y fruta.

—Voy a intentar contarte lo que ha pasado ahí dentro Noah —dijo el anciano— he contactado con unos espíritus y me han indicado lo que ya intuíamos. Desde tiempo inmemorial nuestros antepasados sabían que ese pigmento de la «sangra tierra» al igual que la planta, de donde procede, es capaz de crecer donde otras no pueden porque le quita la vida a la tierra. Así mismo, el pigmento quita la vida cuando está en contacto con algo mineral. No hay nada que hacer, ella va a morir.