Posada «El Edén»
A la salida del pueblo, al final de un tortuoso camino, se erguía una posada, discreta y sombría. Era parada y refugio para aquellos a quienes la sociedad había dado la espalda.
El Edén, nombre por el que se le conocía, era un edificio rústico, con paredes de piedra que exudaban historia y tejas desiguales que apenas soportaban la furia de la lluvia. Un cartel envejecido con letras borrosas por el paso del tiempo colgado de una cadena oxidada, chirriaba al moverse. Nadie recordaba cómo se llamó originalmente.
Un candil colgado encima del dintel de la puerta, desparramaba su luz y sus sombras, moviéndose al compás del viento. Hacía un rato que había estallado una feroz tormenta.
Tras la pesada puerta de madera, el crepitar de la chimenea daba una bienvenida calurosa, aunque tibia.
En el interior, un aire denso y olor a humedad se entrelazaba con el persistente aroma de tabaco y vino derramado.
A través de la penumbra, se podían distinguir cuerpos mal lavados y algo indefinido que flotaba en el aire, tal vez el lamento de vidas rotas y sueños perdidos.
Sentados a las mesas, de madera tosca y desgastada, se podía ver a una mujer, ahora abatida y agarrada a una jarra, cuya juventud se había marchitado hacía muchísimo tiempo; un marinero con aros en las orejas y un gorro de lana con un pompón, narrando a dos jóvenes, posiblemente por un trago de vino, historias de batallas en alta mar; un joven con los ojos como perdidos, vestido con los harapos de lo que fue un uniforme, quizás un desertor; dos hombres tumbados sobre un banco, dormitando…
Todos parecían encajar en el ambiente que allí se respiraba: olvido, soledad y quizás redención que fuera nadie les concedía.
Detrás de una tabla, encima de dos cubas, que hacía de mostrador, estaba el posadero. Era un hombre de semblante imperturbable, poco pelo y barba enmarañada, casi tan ancho como alto, de brazos fuertes y peludos. Su mirada iba de uno a otro de los presentes, era el guardián de sus secretos, el receptor de sus confesiones.
Esa noche, un hombre con sombrero de ala ancha, que le tapaba la cara, irrumpió en la posada. Su capa, empapada por la tormenta, dejaba un rastro de agua, a su paso, sobre el suelo de madera. Por un lado, de la misma, sobresalía la punta de una espada.
Todo pareció enmudecer de golpe, un silencio solo roto por el crepitar del fuego y el chirriar del cartel de la calle. Nadie levantó la mirada; cada uno parecía estar absorto en su propio y profundo abismo.
Un hombre, sentado junto al hogar, comenzó a mover la manivela de un instrumento y al instante un sonido, poco armonioso, llenó el lugar.
El recién llegado avanzó hacia el rincón más oscuro del establecimiento, donde las sombras parecían tragar la luz oscilante de las velas.
Sentado en aquella penumbra, su mirada fría se paseaba entre los presentes. Allí estaba la persona que buscaba, un hombre encorvado por los años y la desdicha sujetando una jarra de vino. Observó las cicatrices de sus manos temblorosas, «dura vida de trabajo, pensó».
Era solo una misión más, un encargo más.
Notó las lágrimas silenciosas de una joven que hablaba con el viejo; su voz apenas era un susurro. Sus ojos, una mezcla entre dolor y esperanza.
El hombre se levantó y acercándose a la barra, con un gesto sutil, pidió una jarra de vino mientras ponía encima del mostrador 3 reales. A la que volvía, la dejó sobre la mesa del anciano. Luego, sin pronunciar palabra, se dirigió a la puerta.
Al salir, vio que la tormenta había amainado. Con cada paso que daba, en la oscuridad de la noche, entendió que lo que había dejado, tras esa puerta, era el llanto silencioso y las cicatrices invisibles de aquellos que la sociedad había olvidado.
Así, el verdugo decidió que, esa noche, la vida de un hombre no se apagaría por unas monedas.