El campesino
Apretando con fuerza un terrón que acababa de coger del suelo vio cómo se convertía en polvo mientras se escurría entre sus dedos. Dedos agrietados y secos como la tierra que estaba pisando.
Quitándose el sombrero de paja, se secó el sudor de la frente con un viejo pañuelo que había sacado del bolsillo del pantalón, de color indefinido por el uso y los remiendos.
El sol golpeaba inmisericorde sobre todo lo que había debajo de él. Al final del campo, junto a unos raquíticos álamos, cuatro escuálidas ovejas buscaban la sombra. Ni las cigarras cantaban.
La ligera brisa que soplaba levantaba pequeños remolinos de polvo.
Con la azada al hombro, se acercó donde estaba el ganado y se sentó en un tronco caído.
De la alforja, que había dejado en el suelo, sacó un librillo de papel y una petaca con tabaco de cuarterón.
Con una habilidad insospechada para esas manos, engrosadas, callosas y agrietadas, lio un cigarrillo y con un mechero de chispa lo encendió.
Mientras daba una bocanada, pensó en sus años jóvenes. Esa tierra le había permitido sacar adelante a la familia y habían sido diez bocas; ahora no daba ni para comer ellos dos.
Tras tres años sin lluvia, la tierra estaba muerta y él, sin ella, no existía.
«Trabajo duro para nada, así se muere poco a poco, pensó». Echó un trago de la bota y masticó un trozo de pan duro. Luego, se recostó sobre el tronco y se durmió.
Cuando el sol se ponía por el horizonte, el hombre se desperezó. Poniéndose en pie, se ajustó la alforja en el hombro y llamó a su perro. Este comenzó a mover a los animales que lentamente salieron del letargo; todos se pusieron en movimiento.
Cuando la noche comenzaba a adueñarse de la tierra, entre el calor y el polvo, hombre, perro y ganado entraron en el patio de la casa. Las ovejas no pararon hasta la cuadra, él se sentó en el banco que había junto a la puerta de la casa, el perro se tumbó a sus pies.
Una mujer se asomó por la puerta mientras se secaba las manos en el delantal.
—¿Qué pasa, Antonio? ¿Qué hay del pozo?
—Nada, mujer, está seco, está muerto como nosotros. No podemos sembrar.
—Ya hemos salido otras veces de situaciones malas, Dios proveerá.
—Ese se ha olvidado de nosotros, te lo digo yo. Estamos solos. El ganado está muerto, pero ellos aún no lo saben, yo sí. Debemos irnos a la ciudad, mujer, aquí ya no hay nada que nos retenga.
Una semana después, con dos maletas de cartón atadas con una cuerda y un hatillo, esperaban al tren en el apeadero. Este, parecía a punto de caerse. La estación se había abandonado hacía unos años; ahora solo paraba el tren correo si veía a alguien.
«Miró a su mujer y pensó, cincuenta y cinco años, comida por el trabajo y el sol; aviejada prematuramente como él. Parecían tener treinta años más».
El día transcurre y parece que, hoy, el tren no va a pasar; tendrán que esperar a mañana a ver si hay más suerte. En lo que en su día fue la sala de espera, con el tejado medio caído, se prepararon para pasar la noche.
Relato inspirado en la obra «El campesino [En brazos de la muerte]» de Hans Holbein el joven. Enlace