El ovillo no se encuentra
El volquete del camión osciló, la carlinga trasera se fue abriendo y, poco a poco, el carbón cayó a la negra boca abierta en el suelo. Parecía conectar con otro mundo, oscuro y profundo.
Una nube de polvo se elevó alrededor, dejando todo de un luto impecable. Palada tras palada, los últimos restos del suelo fueron empujados al hueco.
A las siete de la mañana, como todos los días de invierno, se podía oír el ruido de las paladas de carbón entrando en la caldera recién encendida.
El portero terminó de cargarla y fue a lavarse. Al pasar por la negra pila, algo llamó su atención, algo brillaba en esa inmensa negrura.
Al ir a recoger el objeto, no pudo reprimir un grito. Con rapidez, como si le quemara, lo soltó y salió corriendo.
—Jefa, siento despertarte, sé que anoche terminaste tarde, pero me ha llamado el comisario. Nos acaban de asignar un caso. Ha aparecido el cadáver de una mujer en una carbonera. Si te parece, en media hora paso a por ti.
—Joder, Edel, me he acostado hace tres horas ¿No podías esperar? Haber ido tú y luego me lo contabas.
—Eso dices ahora, pero sabes que después me acosarías a preguntas y me dirías que no he hecho tal o cual averiguación. Que te conozco Martita, en media hora te espero en el bar.
Marta se levantó de la cama casi arrastrándose. Ayer dio una conferencia en la academia de policía y para cuando volvió a casa, después de tomar unas copas con los instructores del curso y se acostó, eran las cuatro.
Se dio una ducha rápida, puso un poco de comida en el cuenco de Pecas, su gata, y salió de casa. En la cafetería de enfrente estaba Edel, un café solo con un chorrito de coñac le esperaba en el mostrador. Se lo tomó de un trago y salieron a la calle. La mañana era fría.
—Bien, ahora cuéntame lo que sepas —dijo ella.
—Calle del Inglés 42, ayer llenaron la carbonera con quince mil kilos. Esta mañana el portero, cuando encendía la caldera a las siete, ha visto entre el carbón algo que brillaba. Al cogerlo, unido al anillo, iba el cuerpo de una mujer. La científica ya está allí.
—Esto ya empieza a oler mal y mira que mi olfato nunca me falla —dijo Marta— verás como es un marrón de los gordos.
El cadáver resultó ser el de una mujer desaparecida hacía un mes. Según las primeras notas del forense, llevaba entre dos y tres días muerta.
La autopsia reveló que había fallecido ahogada.
A la sombra del pico Mustallar, en la sierra de los Ancares, había un pequeño valle orientado al mediodía. Allí estaba la aldea de As Tenda, en una revuelta del río Burbia. Rodeada de un bosque de castaños milenarios, y al fondo un enorme robledal. Ocho pallozas, unos corrales con algún cerdo y siete familias. Unas cincuenta almas más o menos, según constaba en los archivos parroquiales de Os Sesmo, Conceyo al cual pertenecía.
Vivían de las carboneras, que todas las primaveras, hasta bien entrado el otoño, daban trabajo a todos los hombres del lugar, desde los cinco años en adelante. Las mujeres se ocupaban del resto.
Envidias, celos y con una endogamia común en la zona, no era precisamente un lugar idílico para vivir. ¿Pero cuál lo era a principios del siglo XX en España?
El anciano Tarquio, sanador, brujo, hechicero y mucho más, descendiente de druidas y poseedor de una sabiduría que pasaba de padres a hijos, mantenía a la gente unida. Era el alma de sitio.
Manuel, un joven de dieciséis años, huyó de la aldea habiendo dejado embarazada a su prima. No se fue por eso, simplemente era la escusa. Tenía la mente inquieta y sueños de vivir otra vida, que allí nadie entendía ni comprendía. Había salido más espabilado que el resto.
La prima, cuando supo lo de Manuel, se tiró al río y se ahogó. Su padre acudió a Tarquio, había sido ofendido.
Manuel, con mucho esfuerzo desde que se fuera de la aldea, había trabajado duro y se había abierto camino en el negocio del carbón. Su mujer murió cuando su hijo Anselmo era pequeño.
Supo aprovecharse de los años difíciles de la posguerra y Carbones Canedo, en mil novecientos cuarenta y cinco, era ya una empresa bien asentada. Había sabido engrasar los engranajes del sistema y eso le hizo prosperar.
Anselmo, como su padre, siguió con el negocio. Se casó allá por los años setenta y tuvo un hijo que, posteriormente, se hizo cargo de todo.
Julián, que así se llamaba, vio que no había futuro en el carbón y vendió la empresa, antes de que perdiera valor. Luego, se marchó para terminar sus estudios en Alemania.
Marta había establecido una línea de puntos y esperaba, que al unirlos, le diera un dibujo del caso.
« La mujer muerta estuvo casada con el propietario de la empresa que suministró el carbón, al lugar donde ella fue encontrada. Este, a su vez, había comprado la empresa a un tal Julián.
Según hemos podido averiguar, ella tuvo un lío con Julián durante el proceso de compra».
«Las mujeres del padre y el abuelo de Julián, un tal Anselmo y Manuel, habían muerto ahogadas. La primera algo después de la guerra y la otra veinticinco años más tarde. No hemos podido encontrar más datos».
Quería buscar entre todo esto, raro de por sí, algo que arrojara alguna luz sobre este último caso. Intuía que había una relación, pero no sabía cuál.
Esta última muerte la descolocaba. Estaba tirando de hilo, pero no encontraba el ovillo.