Paseo arbolado. Fotos de Mike Benna Unsplash

El paseo

He de decir que desde siempre me ha gustado mucho pasear, pero creo que ahora lo hago con más pasión. Intento ver todo con otros ojos y mirar más allá de lo que se ve a simple vista, los sonidos que oigo y los olores que huelo. Me fijo más en todo cuanto me rodea. Creo que eso forma parte de lo que se supone que es madurar, en mi caso hacerme viejo.

El caso es que el otro día estaba paseando por la alameda. Me gusta ese lugar, no hay coches, no suele ir mucha gente y a última hora de la tarde te permite disfrutar de una magnífica puesta de sol.
Nunca me canso de admirar la belleza que hay en esos últimos rayos que, bañando por completo el camino, proyectan alargadas las sombras de los árboles, cuando ya casi se están perdiendo por el horizonte.

Como iba diciendo, mientras disfrutaba de la tranquilidad de ese paseo tardío, al comienzo de la alameda se acomodó a mi paso un hombre. No le había oído acercarse. Era un poco más bajo que yo y parecía fuerte. Me saludó cuando se puso a mi altura.

—Bonita tarde —dijo.
—Sí, bonita y agradable —le respondí.

Me fastidiaba la compañía, uno conforme va teniendo años va cogiendo manías y yo no era una excepción. Consideraba el lugar casi de mi exclusiva propiedad y el hombre representaba una injerencia no deseada. Aunque lógicamente estaba en su perfecto derecho de estar allí, no por ello me molestó menos.

Me sorprendió su indumentaria, un traje oscuro de lana, camisa blanca y sombrero. Sus zapatos parecían de esos que están hechos para durar. Todo en él era raro, y el traje como de otro siglo. Además, a principios de verano, un atuendo de esas características, no era el más adecuado para hacer frente a los rigores del estío.
El caso es que más por ser educado que por otra cosa, decidí hablar con el hombre. Al parecer no pensaba dejarme.

—Perdone que le haga esta pregunta —dije—. Me sorprende que en un día de calor, como el de hoy, lleve usted un traje de lana gruesa y un sombrero de fieltro. Ya sé que es meterme donde no me llaman, pero ¿no está asfixiado de calor?
—No, si le soy sincero, no noto calor. Es más, creo que siento un poco de frío.
No me lo podía creer, pero no era cuestión de insistir.
—No parece usted de aquí, no es que conozca a todo el mundo, pero nunca lo he visto antes y vengo todos los días. Y luego está, y perdone, el tema de la ropa. No es que yo esté al día de las modas, pero usted me recuerda a las fotos que, de mi bisabuelo, tengo en los álbumes familiares.
—Parece un hombre observador, es cierto, no soy de aquí o más que de aquí de ahora. La casualidad ha hecho posible que se diera esta situación. Verá, estaba usted reflexionando sobre cómo son actualmente los jóvenes. Fui maestro, haya por mil novecientos veinte y he podido contemplar cómo han evolucionado las personas.

En ese momento aparece a nuestro lado un joven delgado, más alto que yo, vestido con un pantalón de chándal y una camiseta de manga corta de colores oscuros. Sus zapatillas de deporte eran blancas, con unas rayas en la puntera y el talón. Llevaba un pendiente en la oreja derecha, los brazos tatuados, unos auriculares colgados del cuello y visera.
—No sé muy bien qué hago aquí —dijo el joven—de hecho, creo que … ¿En qué año estamos?—preguntó.

«Esto empieza a parecer un circo. Yo pensaba tener una tarde agradable contemplando la puesta de sol y mira por donde me encuentro con un desubicado en el tiempo, posiblemente un siglo y otro que viene algo adelantado, creo».

—Estamos en el año dos mil cinco —dije.
Mientras pensaba, «esto no era muy normal. Ya me lo dice mi Tomasa. ¡Que piensas mucho Matías! ¿Y si lo estoy soñando?»

—Mire, yo que tengo un poco más de perspectiva —dijo el maestro— puedo opinar con más conocimiento que usted.
Su generación ha sido de personas fuertes, les tocó vivir una época mala. No pudieron estudiar y tuvieron que trabajar desde muy jóvenes. En el campo de sol a sol y en las ciudades, en interminables jornadas, en las fábricas.

Supieron vivir dando mucho amor a los suyos, preocupándose de los que les rodeaban y aprendieron a ser felices con casi nada. Nunca ha dejado de sorprenderme con que fuerza y coraje sacaron adelante a sus hijos.
Tenían el traje de los domingos y el resto de ropa con muchos remiendos. Inculcaron valores y respeto hacia los demás, supieron cuidar de sus mayores y enseñaron a que, cuando uno se cae, se levanta y sigue.
El problema radica en que las siguientes generaciones no son como ustedes. Muchos no entienden el esfuerzo, no entienden el respeto y no entienden el sacrificio.

El joven, que miraba con atención al maestro, de vez en cuando asentía con la cabeza. Cuando el hombre terminó de hablar, comenzó él.
—Debo decir que cuando yo nací no me faltó de nada. Tuve de todo en mi niñez, amor incluido, pero algo ha fallado, la educación posiblemente y quizás el tipo de vida que nos ha tocado vivir.
En nuestro descargo diré que las escasas perspectivas y las altas expectativas nos han llevado donde estamos.
Esta sociedad es difícil y también muy dura, siento que no tenemos herramientas para luchar.

Una ráfaga de viento me sacó del sopor en el que me encontraba, sentado en un banco de la alameda.
Al final va a tener razón mi Tomasa.