Cementerio matanza Srebrenica y listado asesinados

Sonaba como

Estaba sentado en un banco del parque que hay enfrente de su casa. Es un sitio agradable, lleno de árboles, con grandes espacios de césped para los que les gusta sentarse en el suelo. Para los que como él prefieren los bancos, muchos y bien distribuidos aprovechando las sombras de la floresta.

Le encantaba estar al aire libre. Siempre buscaba espacios abiertos. La mañana era fresca, pero a él le gustaba. Los ruidos del tráfico comenzaban a dejarse oír con intensidad. Mientras ojeaba el periódico, tomaba un café que se había servido de un termo.

Un sonido seco, como el petardeo del escape de un coche, le hizo tirarse al suelo y protegerse detrás del banco donde estaba sentado. Unos segundos después, alzó la cabeza como buscando algo y a sus oídos llegaron el sonido de los pájaros, el ladrido de un perro y el sisear suave de los árboles en su acompasado movimiento con la brisa.

Cuando se tranquilizó, mientras se sentaba, recordó el ruido de los disparos. Le vino a la cabeza el recuerdo de los meses vividos en Sarajevo, escondido por el miedo a ser reconocido.

Había participado en las matanzas de las milicias serbias, él era joven y estaba lleno de rabia. Frente a la primera fila de personas que le pusieron disparó hasta agotar el cargador, una y otra vez. Se le quedó grabado el movimiento de los cuerpos al recibir los impactos. Caían como peleles a las que se les hubiera cortado los hilos.
Esa noche, recordando lo que había hecho, lloró desconsoladamente y tomó una decisión. Jamás volvería a empuñar un arma.

Se había unido, como muchos jóvenes de su aldea, a la llamada de reclutamiento de las milicias. Les habían llenado la cabeza de ideas nacionalista, nadie les había hablado de lo que realmente iban a tener que hacer. Mahir se dejó seducir y mató en nombre de otros, pero para las ejecuciones en masa de mujeres y niños.
Para eso no estaba preparado.

Fosas comunes en Srebrenica. Genocidio milicias serbias

Esa noche desertó y se unió a un grupo de personas que estaban huyendo. Su intención era llegar a la zona controlada por los Bosnios.
Sin comida, llevando a la espalda a quien no podía andar, y tras varios días de penurias llegaron a Tuzla. Aún se pregunta cómo pudieron llegar; alguien debió de velar por ellos.

Un corresponsal español le pidió que le contara lo que había pasado. No omitió nada. La muerte de sus padres en el conflicto. Él solo, arrastrado por las ideas de las milicias, las matanzas de civiles, las ejecuciones innecesarias.
El periodista lo vio tan hundido que decidió ayudarle.
—Mira Mahir —le dijo— te voy a sacar de aquí. Pareces un buen chaval que intenta hacer lo correcto.
Juan le localizó los papeles para que pudiera salir del país. Viviría unos meses en Sarajevo y cuando pudiera, lo llevaría a España.

Varios meses después, en España, Mahir conoció a Sara. Le contó todo lo que había hecho, no se dejó nada dentro. Ella lo entendió, y le dijo que esa oportunidad que se le daba, de empezar de nuevo, debería pagarla siendo una buena persona.
Él se afanó en ello y todos sus actos, a partir de ese momento, estuvieron encaminados a cumplir su promesa.

Hacía un año que se había jubilado. No le había quedado mucha pensión, pero estaba acostumbrado a vivir con poco. Su mujer había fallecido, de un cáncer de páncreas, unos meses atrás. Mahir lloró su muerte como nunca antes había llorado. Y había llorado mucho a lo largo de su vida.
La muerte de Sara lo cambió todo. Entró en una profunda depresión y solo, sin hijos, decidió que ya había vivido suficiente. Hasta ese momento, su mujer había sido su ancla.
Sin ella, su barco fue a la deriva hasta que se hundió.