Un mundo sin colores
Aquel día, cuando amaneció y el mundo despertó, los colores habían desaparecido.
Era como si de noche, a escondidas, hubieran hecho las maletas y silenciosamente, hubieran huido.
Ninguno dejó una nota de despedida.
El cielo y el sol se quedaron en una triste gama de grises. El verde de los árboles, el rojo del fuego, el azul del mar… Todos se habían esfumado, dejando tras de sí un mundo bañado de blancos, grises y negros.
Al desaparecer, la gente se dio cuenta de cuánto se habían apoyado en ellos. Les habían permitido fingir que entendían mejor la vida: el rojo era amor, el negro luto, el blanco pureza. Pero ahora, sin los colores, todo era más complicado sin la información que ellos les aportaban. ¿Qué pasaría ahora si todo era gris?
En ese nuevo mundo sin colores, las fiestas sociales dejaron de ser tan glamurosas, y nadie destacaba entre los grises.
Al principio hubo miedo y desesperación. Pero la memoria les traicionaba, lo que recordaban bello y agradable o triste y feo no era solo por el color, sino por la sensación con el momento vivido. En otras palabras, lo que les hizo sentir.
En medio de esa nueva ceguera, todos comenzaron a hablarse de otra manera. Más torpe al principio, pero quizá más sincera.
Los artistas no dejaron de crear, pero ahora las pinturas se volvieron más íntimas, se basaban más en el dibujo, la composición, las texturas. Para los poetas, el reto fue mayor, tuvieron que abandonar sus metáforas con los colores y encontrar otras palabras para sustituirlos.
El mundo ya no era el mismo, pero de algún modo, seguía adelante. Más sobrio. Tal vez más de verdad.