Donde cambian las nubes
El quiosco era como una isla en medio del parque. Roberto madrugaba antes que el sol, y al levantar la persiana, el aire se llenaba de un olor a tinta fresca, humo de tabaco y un ligero aroma a café, que llevaba en un viejo termo metálico abollado por el uso.
Era un hombre menudo, de hablar pausado, como midiendo cada palabra. Mirada penetrante, tras unas gafas de pasta que descansaban, caídas, sobre su nariz, con las que parecía que observaba todo como con una lupa.
No era solo un lugar para comprar la prensa o pitillos; allí la vida se veía de otra manera.
Los vecinos decían que Roberto hablaba como si cada cosa que decía estuviera destinada a ser recordada. Él nunca respondía directamente, pero, mientras se encogía de hombros y se ajustaba las gafas, soltaba frases que parecían sentencias.
—Hoy el día ha amanecido cubierto —dijo un cliente al comprarle El País.
—¿Cubierto? —replicó Roberto—. El cielo está como nuestras ilusiones cuando chocan con la realidad. Al menos las nubes cambian. Nosotros seguimos esperando a que algo cambie; nos prometen futuros soleados que nunca llegan.
El hombre se fue murmurando: a veces la sabiduría está donde menos la esperas.
Con el tiempo, la gente acudía no solo a comprar, sino también a hablar, a buscar consejo. Una joven, con gesto ansioso, le confesó:
—No sé si dejar mi trabajo; es seguro, pero me está consumiendo.
—Si un trabajo te seca por dentro, ya sabes… A la larga esa seguridad, que parece cómoda, es una cárcel y lo peor es que no ves las rejas.
La joven lo miró como si hubiera oído la palabra de dios.
Días después, volvió sonriendo; había dado el paso. Así, día tras día, unas palabras para esto, otras para aquello; su fama de consejero creció. Las cosas que Roberto decía eran sensatas, acertadas y el quiosco se convirtió en una especie de consultorio para todo.
Un anciano le habló sobre la venta de su casa; le daba morriña hacerlo, había nacido allí, pero era muy grande para él.
—La casa es como la piel de uno y venderla es como mudar la piel. Duele y durante un tiempo te sentirás como perdido, desnudo, pero debes preguntarte si con tu nueva piel te irá mejor o no.
Una pareja dudaba si casarse y fueron al quiosco a consultar a Roberto.
—El matrimonio —les dijo— es como comprar un coche nuevo, al principio huele a nuevo y todo va fino. La prueba viene más tarde cuando empiezan las averías.
No siempre todos salían conformes con sus palabras. Una tarde, una mujer se acercó al quiosco y entre sollozos le confesó que sospechaba que su marido la engañaba.
—Hay verdades que son como el fuego —dijo después de un rato, como si sopesara, una a una, las palabras que pronunciaba—. Si tienes cuidado, te da luz y calor, pero si soplas, se produce un incendio. Pregúntate qué es lo que quieres.
La mujer se fue en silencio, no sabía si las palabras le habían consolado o herido.
El rumor sobre sus consejos se comentaban en la peluquería, la panadería, el bar… Al final, aunque las frases a veces se deformaran, en lo que todos coincidían era en que Roberto tenía algo de sabio.
Todos le tenían por un hombre juicioso y prudente, incluso algunos decían, que debía escribir un libro con sus historias. Él se reía cuando oía estas cosas.
—Los libros los escriben quienes necesitan que los escuchen. Yo, no lo necesito.
Un día, un niño pequeño se acercó a comprar un sobre de cromos y, con la ingenuidad de la edad, le preguntó:
—¿Por qué se esconde el sol al final del día?
Roberto sonrió mirando al fondo, donde comenzaban los árboles del parque.
—El sol también necesita descansar tras estar todo el día con nosotros —respondió al chaval—. Así nos recuerda que nada es eterno, cada mañana nace y cada atardecer se va; un aviso de que nada dura eternamente.
El niño se fue con sus cromos y los que le escuchaban se quedaron en silencio.
Nadie sabía si Roberto vendía periódicos o pedacitos de sabiduría empaquetados en frases, pero corrían de boca en boca, dejando una huella casi imperceptible, aunque indeleble.
